Hace algunos meses, Brasil, el país más poblado de América Latina, se volcó a las urnas para elegir presidente. Se trató de una contienda cerrada entre dos opciones que representaban polos opuestos.

Por un lado, Jair Bolsonaro, afín a las políticas apegadas a una ideología de derecha. Por el otro, Lula da Silva, proveniente de la lucha sindical y quien como presidente de esa nación se caracterizó por impulsar el gasto en políticas sociales que sirvieran como mecanismo de distribución del ingreso.

El resultado: la marcada división ideológica establecida en la sociedad brasileña; Lula da Silva fue electo con 50.9% de los votos, contra 49.1% obtenido por Jair Bolsonaro. Un resultado tan cerrado es sinónimo de una sociedad compuesta por sectores claramente diferenciados por el tipo de Gobierno que prefieren. Es también un reflejo de la confianza que estos sectores han depositado en su democracia y, por tanto, en su sistema electoral.

Una vez terminado el cómputo de los votos, el mismo día de las elecciones, el presidente del Tribunal Superior Electoral, el juez Alexandre de Moraes, informó que no se visualizaba riesgo alguno que pusiera en tela de juicio los resultados.

En otros países de la región latinoamericana, un resultado tan cerrado —como el que se dio en México de manera cuestionable en 2006— difícilmente podría contar con la legitimidad necesaria para que un nuevo Gobierno iniciara sus gestiones. En el caso mencionado de nuestro país, la forma ilegal en que se manejó el cómputo de los votos no solamente provocó malestar social, sino que fue un duro golpe al propio sistema electoral.

Una de las diferencias torales entre el sistema electoral brasileño y el de la mayoría de los países de la región es haber dejado atrás, hace un cuarto de siglo, la votación en boletas de papel, para dar paso al uso de la tecnología en la implementación de urnas electrónicas.

La reforma que actualmente se discute en el Congreso mexicano contempla que el sistema electoral del país inicie este proceso de modernización. Al tratarse de uno de los puntos de mayor coincidencia entre todas las fuerzas políticas, se demuestra la necesidad de actualizar la manera en que las y los mexicanos emitimos nuestro sufragio; no es asunto menor. Por ello, la propuesta es que se implemente de manera gradual, hasta llegar a tecnificar la totalidad del sistema.

México, al igual que Brasil, es un territorio geográficamente muy amplio. Poder instaurar sistemas de votación que se apoyen en la tecnología ayudaría a eficientar y acelerar el computo de los votos, así como a aumentar la certeza y la confianza que la sociedad deposita en sus autoridades. Es tiempo de avanzar en esta dirección.

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