Tú tienes el control sobre tus emociones, no lo pierdas

Napoleón Hill

A todos nos ha sido útil, alguna vez, imaginar a futuro el más catastrófico de los escenarios o el más indeseable de los resultados, porque si nos preparamos para afrontar lo peor, todo lo demás será ganancia. En este razonamiento no hay falla, el problema es que casi siempre echamos mano de él como un recurso inconsciente de protección, de manera reactiva, y no como una estrategia consciente de acción, de forma proactiva.

Para nuestra desgracia, el inconsciente lo aplica indiscriminadamente y, por tanto, con un alto margen de desatino, porque funciona con reglas inherentes a su naturaleza de “ordenador neuronal”: requiere programación, por repetición o por trauma, toma todo de forma literal, no discierne entre la realidad y la imaginación ni tiene sentido del tiempo y siempre procurará que todo suceda como se lo representa, porque cree que eso es lo que queremos.

Ahora bien, a diferencia de lo que creemos, no es nuestra capacidad de raciocinio la que lleva la batuta en nuestro concierto de vida, porque la verdad es que el ser humano no es un homo rationalis, como prefiere creer, sino emotionalis, como acostumbra negar. En realidad, en la mayoría de las ocasiones recurrimos a ella solo para justificar las reacciones del inconsciente, programadas por otros o por nosotros, para protegernos de la incomodidad, el malestar, el dolor y, por supuesto, el peligro físico y real.

La neurociencia ha demostrado que es un mito la creencia de que solo utilizamos un 10 por ciento del cerebro. Lo ocupamos todo, a través de tres sistemas: instintivo, límbico y racional; pero solo podemos hacer uso de un 2 por ciento de su capacidad en cada proceso.

Veamos ejemplos, si suena la alarma sísmica, mi instinto hará que busque a toda costa protegerme y, en ese momento, esta reacción ocupará todo ese 2 por ciento; si rompo una relación de años, amorosa o amistosa, el dolor ocupará esa capacidad totalmente y si me concentro en un trabajo intelectual, analítico, estaré haciendo lo mismo. Así pues, resolver problemas que requieran que en ese porcentaje interactúen de manera sana instinto, emoción y raciocinio es todo un reto, pero, sobre todo, un aprendizaje. El equilibrio mental no sucede espontáneamente y no es, por cierto, esa fría falta de emocionalidad a que todos aspiramos secretamente, que solo evidencia miedo a lo que sentimos.

Cada vez que le damos rienda suelta a esta actividad mental de crear escenarios catastróficos y esperar malos resultados, estamos reforzando la programación, pero, además, bajo las reglas antes descritas, nuestro cerebro reacciona como si fuera una realidad, aquí y ahora, de manera que enciende el sistema límbico, creando ansiedad y estrés, para que esas emociones nos impulsen a la defensa. Para colmo, lo reproduce y lo reproduce porque cree que eso es lo que queremos: estar siempre a la defensiva.

Y así es como nos autoprogramamos para la desgracia sin darnos cuenta. Hacer lo contrario es posible, por supuesto, pero cuesta arriba, porque requiere conciencia, voluntad y disciplina para cambiarlo, además de muchas incursiones perturbadoras a lo que pasa dentro de nosotros, porque como en cualquier ordenador, primero hay que desinstalar un programa para instalar otro que lo sustituya, comenzando por desmontar la emoción que obnubila la razón, para desmantelar después los pensamientos, con lo cual dejaremos sin sustento las imágenes.

La clave está en comprender lo que nuestro inconsciente hace a fin de protegernos: para hacer familiar y manejable todo aquello que con frecuencia imaginamos, de manera que la posibilidad de que suceda deje de ser una amenaza, se acostumbrará a ello reproduciendo los pensamientos, las imágenes y, sobre todo, el avasallante poder de las emociones que lo hacen realidad, porque, nos guste o no, son una función neuronal que el cerebro realiza sí o sí. Solo podemos negarlas, inhibirlas, reprimirlas o gestionarlas. Usted dirá.

    @F_DeLasFuentes

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