Habla con un acento inconfundible. Lo tiene cerrado, como si hablara para dentro. Es un tipo muy afable. Mi admiración por Jesús Joaquín se acrecienta mientras me va contando su historia de vida donde tuvo que dejar una parte de su alma en Cuba para poder terminar en Miami.

Jesús es un privilegiado. Hace cinco años le tocó la lotería. Fue una lotería vital. Consiguió nada menos que un puesto de trabajo en Quito, Ecuador. Se marchó con lo puesto y un poco más. No le quedó más remedio que echar tierra de por medio. Dejó a sus padres, a sus amigos, a su Cuba con la que todavía hoy sueña. Y lo hace despierto, esperando a la esperanza de que Cuba sea libre algún día.

Viajó hasta Quito. Allá ahorró y ahorró todo lo que pudo para emprender un viaje a ninguna parte y a todas a la vez. El hambre, tenía hambre. Y él, su mujer y su pequeño de cuatro años lucharon por ese sueño.

Llegaron a Colombia y a Panamá y a todo Centroamérica, sorteando peligros hasta poder llegar a la frontera de Chihuahua con Estados Unidos. Durmieron en selvas y bosques, dentro de camiones, en lugares donde nunca imaginó que pudieran existir. No tenían dónde quedarse. En Costa Rica – siempre tierra de paz – pudieron hacerlo en iglesias dónde llegaron incluso a darles colchones. Tampoco había duchas, ni para el cuerpo ni tampoco para lavar el alma. En esa experiencia de vida, Jesús, su mujer y su hijo conocieron lo más grandioso del ser humano, pero también lo más mísero.

Un “coyote” de nacionalidad dominicana logró pasarles de la frontera de México a Estados Unidos. Le costó dieciséis mil dólares que habían ido consiguiendo poco a poco con paciencia de joyero y precisión de cirujano

De aquella experiencia han pasado cinco años. Hoy Jesús es un chofer que vive en Miami. Mira a los ojos con dignidad, recordando cómo miles de migrantes intentan conseguir el sueño que hoy es una realidad en la vida de Jesús. Es un sueño y es una realidad gracias al esfuerzo y al trabajo.

 

  @pelaez_alberto