El tiempo ha transcurrido en Cerocahui, en Urique, Chihuahua. Las torres de la parroquia de San Francisco Javier ofrecen sombra en el atrio donde yacen los restos de los sacerdotes jesuitas Javier Campos Morales y Joaquín César Mora Salazar, asesinados en ese mismo templo; la comunidad poco a poco retorna a sus actividades, la normalidad, incluido el temor ante la inseguridad.
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Javier Ávila Aguirre, quien tiene más de 40 años de labor en la sierra tarahumara, afirma que la pena de perder a quienes fueron pilares de la comunidad rarámuri está presente, pero la vida tiene que seguir pues hay muchas tareas pendientes.
“Si se cae uno, retomamos la bandera. Siempre hay quien tome la estafeta para avanzar”, señala en entrevista con 24 HORAS.
Con la voz algo entrecortada, el sacerdote recuerda a sus amigos, con los que convivió por un largo tiempo, incluso desde su formación.
“Los sigo extrañando. Con Javier conviví más de 50 años, con Joaquín conviví en Urichi, donde lo enviaron primero. Tengo gran amistad con las familias de ambos en Monterrey. Duele, pero esto no puede hacernos doblar las manos ni la cabeza, seguimos con nuestra opción de vida, con nuestra misión por los pueblos, acompañarlos y ser uno con ellos”, sostuvo.
PERSISTE VIOLENCIA
Las bodas, los XV años, las fiestas patronales e incluso los juegos de béisbol, origen de la tragedia el 20 de junio pasado, vuelven a hacerse presentes, pero todo a la luz del día, en grupos, señal de que hay tranquilidad, pero también temor.
El padre Pato, como cariñosamente lo llaman, explica que son misioneros y las necesidades de los feligreses les obliga a continuar su trabajo, a reconfortar a quienes así lo solicitan y se ven azotados por la delincuencia.
En este sentido, agrega, es importante transmitir a su comunidad que no están solos porque los enfrentamientos y los despojos persisten, como ocurrió hace unos días en la comunidad de Santa Anita en Guachochi, donde las balas que atravesaron las paredes de una iglesia son testigo fiel de la violencia que impera.
“Ahora hay un clima de tranquilidad con la llegada del Ejército y la Guardia Nacional, pero el miedo está ahí, porque a pesar de su presencia ocurren cosas”, señala.
Indicó que tras los lamentables hechos, los superiores jesuitas enviaron dos padres más para asumir las labores de la parroquia, además de un seminarista que también les brinda apoyo.“Se reforzó la comunidad para seguir sirviendo a la gente”.
Uno de ellos es el sacerdote Jorge Atilano González, quien encabezó las exequias de sus hermanos. “Nos preocupa la violencia, nos preocupa que no haya justicia. Para nosotros la muerte de El Chueco no puede significar justicia, no se acaba la violencia con su muerte”.
Indica que pese al reforzamiento de la seguridad, el clima hostil continúa y sigue afligiendo a quienes se ven obligados a desplazarse, a abandonar su hogar para estar a salvo.
“Muchos de ellos se marchan, así los orilla la violencia, dejan todo y es como la sociedad se desmorona”, expresa.
VISIBILIZAR EL DOLOR
El padre Pato refiere que este trágico capítulo permitió poner en los reflectores el dolor y las necesidades de la Tarahumara.
“El hecho ha iluminado una realidad muy lamentable, una trágica realidad, porque la seguridad y la violencia en la región ahora son temas que permean mucho. Entonces a partir de ello hay un aprendizaje, se ha fomentado el diálogo con la autoridad, hay disposición, pero esto nos debe llevar a soluciones y generar políticas al respecto”, menciona Ávila.
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HERIDA SIN SANAR
En la comunidad hay dolor, añoranza, pero seguimos atendiendo sus necesidades como lo hacían Javier, Joaquín y todos los demás, no nos podemos frenar”
JAVIER ÁVILA AGUIRRE
Padre jesuita de la Tarahumara
Falta definir la estrategia que se va a implementar en las comunidades para la creación de condiciones de seguridad; es lo que queremos y está pendiente”
JORGE ATILANO GONZÁLEZ
Padre jesuita
LEG