Héctor Zagal
(Profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana)
¿Les gusta viajar? Pues durante en el siglo XVII, viajar de Madrid a México podría tardar entre 3 y 5 meses. El viaje era peligroso y agotador. Y me acordé de eso, porque este domingo presenté mi novela “El vampiro del virrey” en la librería Rosario Castellanos de la CDMX. Siempre es maravilloso convivir con los lectores para charlar un poco sobre ella. Precisamente en ese diálogo terminamos hablando de las embarcaciones del siglo XVIII.
En mi novela, el príncipe de Transilvania y los vizcondes de Cuba tienen un viaje hasta cierto punto “cómodo” desde Cádiz hasta la Nueva España:
“No hubo tormentas y el viento siempre sopló a favor. Precisamente por ello, el barco llegó un par de días antes de lo esperado. El único incidente que lamentar es la desaparición de dos viajeras. […] No es raro, ciertamente, que algún viajero imprudente caiga al mar sin que nadie se dé cuenta. Estos accidentes son más frecuentes cuando hay mal tiempo […] Sin embargo, durante la travesía el barco no enfrentó sino algunas lloviznas ligeras…”.
En efecto, las embarcaciones del siglo XVIII no tienen nada que ver con los cómodos cruceros de hoy. Antiguamente, la idea de viajar en un barco causaba incertidumbre temor. Antes de abordar, los tripulantes se encargaban de tener listo su testamento y de estar confesados por si algo les llegase a ocurrir. Las probabilidades de jamás regresar eran asunto serio: piratas, enfermedades, huracanes.
La falta de higiene era igual de peligrosa que las tormentas y las olas. El barco se convertía en un nido de infecciones y plagas. El agua que se filtraba en el barco, las lluvias y los residuos de orina tanto de hombres y animales hacían que una parte considerable de las superficies nunca estuviera seca. En esos lugares proliferaban bacterias, los hongos, los piojos y las pulgas. No era de extrañar que la disentería hiciese destrozos entre los viajeros.
Defecar era asqueroso y muy peligroso. En la parte de la proa, había unas maderas con agujeros que sobresalían de la nave. Esas maderas, que se llamaban beques, servían para que los marinos colocaran sus nalgas en los agujeros e hicieran sus necesidades. Claro, se debía ser muy diestro al defecar, pues era muy fácil caerse y morir ahogado. Por eso la mayoría de los viajeros prefería utilizar bacinicas dentro del barco. ¿Lavarse las manos? El agua dulce era escasa y se racionaba en los viajes trasatlánticos.
A pesar de todo, y aunque suene paradójico, los oficiales de los navíos tenían la responsabilidad de velar por la limpieza del barco. Obligaban a sus hombres a afeitarse semanalmente, a peinarse diario para quitarse los piojos y a cambiarse la camisa dos veces cada semana. De igual forma, lavaban la ropa blanca y las hamacas con la mayor frecuencia posible.
Con el paso de los años, surgieron procedimientos y reglamentaciones para procurar la salubridad de los barcos. Sin embargo, ningún intento tuvo éxito. El primer problema era el agua.
Fue hasta la llegada del hierro y de los barcos de vapor que el control de la humedad y de muchos otros males empezó a ser efectivo.
Hoy muchos avances tecnológicos han permitido que navegar sea un placer. Los barcos más grandes pueden desalinizar el agua del mar. Uno se puede bañar diariamente en el barco. Algunos cruceros de lujo son hoteles flotantes, donde se sirven bufets inimaginables en el barco más lujoso del siglo XVII.
Sapere aude!