A las afueras del Instituto Mexicano de la Radio (IMER), una fila inmensa esperaba entrar al Estudio A del recinto para escuchar, de viva voz y por primera vez, el más reciente material discográfico de los Diles que no me maten, su “Obrigaggi“. En ese espacio de tiempo, ya con cierto frenetismo por tener que aguardar, la persona de seguridad de la entrada dio el pitazo para dar ingreso. “Mochilas abiertas y no ingresan envases que estén llenos de cualquier líquido”, advirtió la seguridad. Botellas tuvieron que permanecer en la entrada, incluída la mía.
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Algunos con calma y otros eufóricos, ingresaron por la primera puerta del venue. Por la hora, las luces se encontraban ya apagadas y una luz apenas cálida alumbraba el escenario. Las sillas no fueron suficientes: nunca había asistido tanta gente a una sesión. Pese a eso, quiero decir, la organización fue monumental. De inmediato, en el ajetreo, una voz interrumpió el cuchicheo y sonó la rúbrica característica de estas sesiones de Interferencia, esa que reza, y con razón, que ese estudio es uno de los mejores espacios de toda América Latina para este tipo de eventos.
La (des)conexión
Apenas una pequeña introducción de los presentadores bastó para darle bienvenida y espacio a Diles que no me maten, quienes saltaron de la oscuridad directo a tomar sus instrumentos: Jonás Derbez en el micrófono, Jerónimo García a la guitarra, Andrés Lupone en el bajo, Gerardo Ponce en la otra guitarra y, finalmente, Raúl Ponce en la batería. Segundos después, con las luces dispuestas a su magia, comenzó a sonar “6:15”, primer track de su nuevo disco.
Oscuridad luminosa es como acaso podría describir la atmósfera dentro de ese recinto en que se oye el chasquido más mínimo. No sólo por el lugar, sino por las sensaciones de la banda, quienes desbordan sentimientos en cada movimiento arriba del escenario. Más que una presentación, asemeja una experiencia inmersiva y lúdica, una mezcla poética y experimental donde el jazz, el folk, el post-punk y el krautrock se unen y recrean este espectáculo único de sonidos y reverberaciones.
Para muestra de lo que intento dilucidar, bastan los momentos en que Jonás toma el saxofón en “Cuando el sueño se rompió” y permite comprender, en cierto modo, las evocaciones, la profundidad de lo que eso está significando. Todo se quiebra y se recompone en el preciso instante en que la canción inicia y después termina. El escenario, pienso, le pertenece por completo aunque sea en ese trance.
Luego de que suene “½ Día” (rola que originalmente tenía otro nombre) y “Pajaritos y derrumbes”, suena el final: “La Forma del Esqueleto”, una viaje que se extiende por más de siete minutos, en el que esa impresión de éxtasis desbordada se pausa y abre paso entonces a la calma, la recomposición, un final que no se siente como si lo fuera en realidad.
Sólo luego la banda, generosa, regala una rola más a quienes se tomaron el tiempo de asistir: una canción hecha de sus canciones, minutos y minutos que nadie quiere que terminen. Entre aplausos que no se apagan, y apenas se encienden las luces después de las preguntas breves que les realizan, todo parece haber vuelto a su lugar. El inicio del final. Se acomoda el mundo para que todo vuelva a comenzar.