I
Comienzo con una consigna medianamente radical, probablemente tonta, pero bastante sentida: no me parece justo decir que esta adaptación cinematográfica dirigida por Elisa Miller (Ciudad de México, 1982) le hace (o no) justicia –lo que sea que esto signifique– al libro homónimo de Fernanda Melchor (Boca del Río, Veracruz, 1982). En primera instancia porque hablamos de dos lenguajes distintos que, si bien se salpican de similitudes, ya en la consolidación una equiparación es inverosímil. O no. Quizá haya que romper un poco la regla.
II
Volviendo a lo importante, es decir, a Temporada de huracanes (2023) —por cierto filme producto de la obsesión de Elisa Miller con la historia de la escritora veracruzana—, hay que decir que es una propuesta bastante cautivadora. Esencialmente nos muestra los cuatro personajes principales y, en un atrevido juego, decide omitir (a mi parecer objetos intraducibles al cine) razones para enfocarse y mirar desde otra perspectiva el asesinato de la bruja de ese pueblo indescifrable que es La Matosa.
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La película inicia con un grupo de adolescentes quienes, andando al lado del río, se encuentran con el cadáver de La bruja (Edgar Treviño) flotando entre deshechos y una notable descomposición. Será ese hecho el que provoca la fragmentación del todo en la visión particular de Yesenia (Paloma Alvamar), Luismi (Andrés Cordaz), Brando (Ernesto Meléndez) y Munra (Guss Morales). Es desafiante desde entonces el retrato desde la más profunda y tóxica masculinidad, el desenfreno de la pulsión sexual, la represión del deseo carnal homosexual, la feminidad como mandato y castigo.
Pese a lo complejo, todos los esfuerzos y recursos de la película se concentran en envolver a quien mira a través esa atmósfera asfixiante y marginal de una realidad rota pero sobre todo condenada –por la consecuencia vil de un sistema desigual y aplastante– a simplemente resistir y entregarse –no por gusto– a los deseos más profundos y vitales: el hambre, la supervivencia, la compañía, el miedo, la ausencia, el dolor, la vestimenta.
No busca exponer con gratitud ni convertir paisajes e historias de personajes en espectáculos salvajes de porno miseria y morbosidad, y sí, por otro lado, crear un ambiente que sirve como extensión propia de la vida marginal de los personajes: la frialdad y la crudeza de las calles vacías y húmedas, y la inhospitalidad y el desencanto de las estructuras de concreto ya roídas por el tiempo.
Todo apenas visto a través de la lente de una cámara cuyo movimiento persigue un mismo suceso a través de cuatro personajes que, aunque distintos, terminan por asirse en un futuro común y ruin. Se recrudece así esa realidad, porque se percibe el encierro, la pausa perpetua, la insensibilidad provocada por la falta, la imposibilidad. Quedará únicamente el acompañamiento cruel.
III
Virginia Woolf pensaba que la literatura terminaba siendo una presa de la industria del cine, y que en su mayoría los resultados eran simple y sencillamente un desastre. Y esa idea, con sus matices, es la que ha venido arrastrándose hasta la actualidad. No por nada cada que tiene lugar una adaptación los espectadores se muestran descolocados o espantados porque ya han visualizado un desastre, lo cual es una manera benevolente de decir que la esencia o espíritu de la obra es intraducible a la pantalla y, por tanto, sus expectativas no serán cumplidas como la idealización previa lo había ya demandado.
Digo todo lo anterior porque desde mi vago conocimiento, interpretación y posición, pienso más que toda adaptación es una (nueva) interpretación, el traslado de un lenguaje [literario] a otro [cinematográfico]. Por tanto, esa fidelidad –de la que habla Woolf– es lo único altamente criticable. Y todo lo anterior precisamente por esa fricción e inquietud que me generan las ideas que he leído al respecto. Sí: que “la película no se parece en nada al libro”, que “el ritmo es completamente distinto e incluso lento”, que “el escenario no es como lo habían imaginado y eso le eficacia a la cinta”. Rechazo puro y duro que se sustenta en la mayoría de las ocasiones en una jerarquía en la que el cine, en comparación con la literatura, sale perdiendo.
IV
Habría que observar con más cuidado cómo este abuso de la descalificación y la subjetividad –completamente natural, pero peligrosa– para con lo que pudiera ser observado con un ojo más crítico y colectivo, entorpece no la producción de adaptaciones de obras literarias al cine, –pues la industria seguirá haciéndolo hasta cansarse–, sino, lamentablemente, la capacidad de debatir y cuestionar aquello que se nos ofrece. Tal como escribió José Luis Sánchez Noriega en un ensayo para la revista de la Universidad Complutense de Madrid hace más de dos décadas: “Hay que defender la autonomía artística del cine y el derecho a las adaptaciones; una película ha de ser juzgada en sí misma, con arreglo a los criterios analíticos y estéticos propios del cine, y olvidarse por completo de la obra de referencia; o, en todo caso, rechazar la operación comercial que supone, la mayoría de las veces, la adaptación de obras de prestigio”.