El fallecimiento de Shane MacGowan es no sólo el adiós a una de las figuras más contestatarias y revulsivas del punk rock, sino también al faro del punk celta de los años 80.
Junto a Jem Finer y Spider Stacy, el desdentado y recién acaecido MacGowan fundó, en 1982, The Pogues, banda con orígenes británicos e irlandeses abocada a la representación de las raíces tradicionales bajo la influencia no menor de las bandas de la escena punk inglesa que desde la década de los 70 pintaban nombres como The Clash, The Damned y Sex Pistols.
Más allá de la relación evidente con dicho género como consecuencia del descontento con el sistema opresivo, la prensa sensacionalista, la protesta como única vía y tomando como base sonidos sencillos y estridentes para expresar –muchas veces beodos–, entre gritos desgarrados y guitarrazos, respuesta al statu quo, Shane MacGowan introdujo la esencia ahora común de outsider incontrolable y arrojado al completo vacío.
Sin embargo, no fue esa idea ahora romántica de ser-humano-sin-pertenencia lo que le valió su legado, sino la visibilidad siempre insolente y llena de poesía que se reflejaba en sus letras. Lo que escribía reivindicaba y rememoraba el olvido al que estaban sometidos muchos irlandeses residentes de Inglaterra.
Como una revelación, según cuenta la leyenda, fue que nacieron The Pogues. El talento que se desbordaba era proporcional al reprochable control de la vida propia. La entrega de MacGowan de cuerpo entero a la devastación fue el vuelco entero a una vida que no le permitió ser leyenda. Acaso, si queda duda, jamás lo quiso. Bastaban remansos de gratitud a su genio cosas tales como el cumplido que Nick Cave le hizo, que era “el mejor escritor lírico de su generación”.
Pero había más. Esa visión identitaria y radical, humana, que le permitía reflejar su espectro entero del mundo en tan sólo un reflejo: “La gente sigue hablando sobre inmigración, emigración y el resto de la jodida cosa. Es todo una maldita basura. Somos todos seres humanos, somos todos mamíferos, somos todos rocas, plantas, ríos. Las malditas fronteras son sólo un dolor en el maldito trasero”.
Tradujo esa identidad a un lenguaje propio y trascendental, símil de un movimiento disruptivo y único que no sólo sobrevivió a esa época de bandas de la escena del punk que aún siguen vivas, sino que erigió desde lo salvaje y creativo su propio mundo, aunque quizá entre abusos de sustancias nocivas y trabajos ajenos a sus aspiraciones.
Permitió, finalmente, que la radicalidad de su pensamiento traspasara los oídos más ortodoxos y los estéreos más calmos, consecuencia de un resquebrajamiento de lo permisible.
Allá cuando el punk tenía cabida en lo protestatario, antes de que el óxido de una industria que no hace sino acumular le cayera de lleno a un movimiento en que valía la pena enfilarse. La lucha sí termina.
Cercano a sus últimos años, hundido ya en calma y sobriedad, el poeta maldito ya no tuvo forma de resarcir el daño que le había hecho a su cuerpo, menos después de haber declarado que tomar alcohol le hacía ver las cosas con claridad. Nunca lo deseo. Sí deseó, consciente o no, todo lo que logró en vida y que no nos queda más: su descontento con el mundo hostil, su activismo ofensivo, la actitud crítica ante la soberbia desinteresada de la juventud, el rescate astuto de sus raíces e identidad. Que luchar, hacer “protesta contra el dolor que tienes que sufrir como resultado”.
RECUADRO
Vida contestataria
- El cantante falleció a los 65 años de edad, tras una larga enfermedad, escribió su esposa, Victoria Mary Clarke, en Instagram.
- Shane MacGowan, que había estado hospitalizado varias veces desde julio, tomó su primera cerveza a los seis años y su primer whiskey a los siete.