Ya no causa demasiada extrañeza la radicalidad del contenido dentro de plataformas como TikTok o X. La deshumanización, la exhibición y el peligro son sólo algunas de las constantes dentro del contenido que se realiza dentro de ciertos grupos. Todo parece caber dentro de estos videos sólo por tratarse de una red social que carece de filtros de seguridad y regulaciones funcionales. Es decir, no importa que se atente o se exponga insensiblemente alguna situación, pues no habrá consecuencia alguna.
Así, probablemente siguiendo ese espectro que intenta explicarse en las líneas previas, un nuevo trend ha invadido los feeds de algunos usuarios de la aplicación china: el “poverty porn”, algo que se traduciría al español como “porno miseria”. Se trata de gente que graba a personas en situación de calle, principalmente siendo vulnerables y que están expuestas por el consumo de alguna sustancia ilícita.
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Aunque por ahora es un alarmante fenómeno que sucede en mayor medida en Estados Unidos o Canadá, países que se encuentran en una crisis por consumo de drogas en cierto sector de su población, no sería extraño pensar que pronto se expanda a México u otras latitudes que también tienen crisis de esta índole.
El origen del problema
Aunque ahora es más popular por las formas en que se hace y comparte este tipo de contenido, es cierto que no se trata de algo nuevo. En un ensayo publicado en Media Cat Magazine, Natasha Randhawa reflexiona sobre la idea del altruismo y el algoritmo, y encuentra paralelismos con los métodos “modernos” y algunos fenómenos de los años 80, en lo que ella llama “la época de oro de los anuncios de caridad”, y, claro, encuentra algo que tiene a bien llamar como “filantropía performativa”, es decir, una especie de falsa pose, un accionar que se reduce a la idea de ser un “salvador blanco” (white savior) que no busca ayudar en realidad, sino sólo beneficiarse con su contenido. Una idea hipócrita y lucrativa.
Lo que antes sucedía a escalas más mesuradas, y quizás con menos alcance, ahora sucede a un volumen sin precedentes. Sobre todo porque un video de este tipo se puede hacer viral en cualquier momento: basta con que la voz de corra.
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La gravedad, sin embargo, no está por completo en esa difusión, sino en lo que conlleva la realización de estos videos: se graban sin consentimiento, deshumanizan, crean un espectáculo a partir de un problema social, agravan la salud mental, banalizan un problema, promueven estigmas.
Aunado a lo anterior, está el problema que antes mencionaba Randhawa: la monetización de este problema social. Disfrazar de caridad la exposición. La vulnerabilidad y la pobreza como monedas de cambio. La tendencia de la industria que no respeta nada ni a nadie porque existe una ganancia y “qué más da”.
Quizás después de la descripción y el contexto, muchos más videos de los que imaginamos quepan en esta descripción ruda que exhibe la miseria y hace de ella un negocio. En Canadá y Estados Unidos son personas en situación de calle que sufren, probablemente, de una adicción; en Indonesia, a principios de año, creadores de contenido que pagaban a personas adultas mayores para que se sentaran en lodo y crear de eso un video; y en el resto del mundo, algo igual de alarmante que debe forzar a estas plataformas a tomar acciones. La seguridad y el respeto deben ser prioridad. Es necesario legislar.