Alguna vez hubo un escritor al que le decían “la loca”, se pintaba las uñas, se maquillaba y usaba tacones altos. Dijo, también, no ser “un marica disfrazado de poeta” y defendió hasta el último día eso que era. Se llamaba Pedro Segundo Nieto Mardone Lemebel, y creció en el barrio de la Legua, muy cerca de la Plaza de Armas de Santiago, aunque luego se moviera cerca de la Departamental.
Es por sus libros y por su activismo que comenzaron a llamarle sólo como Pedro Lemebel. Así firmaba: con su primer nombre y el apellido que le dio su madre. Sufrió discriminación por ser homosexual; no importó entonces más nada. Aquello le orilló a los talleres literarios, cuyo encuentro cambió por completo el rumbo de su historia.
Es en sus cuentos (y en todo lo que escribe) que recuerda e insiste en relatar lo único que le importa y lo que le hizo ser esa persona. Rememora el abandono de su madre, el rechazo de su padre, la necesidad inexorable de dedicarse a la prostitución para no morir en el intento de vivir, el paso por la pobreza, ser alguien de la clase baja y trabajadora. sobre lo complejo de ser un un hombre gay inmerso no sólo en un tiempo de dictadura, sino también sin recursos ni nada para defenderse.
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Hizo migas y militó con la izquierda chilena que se oponía a la dictadura, junto a feministas como Diamela Eltit, Nelly Richard y Pía Barros. Pese a la aparente apertura dentro de esos círculos progresistas, se vio hecho a un lado por ser gay. Nada lo detuvo, sin embargo.
En esos mismos tiempos, más precisamente en septiembre de 1986, leyó su poema-relato-manifiesto “Hablo por mi indiferencia”. Un año más tarde, ya se juntaba con Francisco Casas para instaurar la corriente contracultural del Chile de esa época y romper con la “solemnidad” de exposiciones artísticas y presentaciones de libros. Sobre su apellido, antes explicado apenas superficialmente por el autor de este texto, el mismo Lemebel dijo que era “un gesto en alianza con lo femenino”. De esas poéticas revueltas, que no suman más de dos decenas, apenas quedan registros en el lente de Marinello.
Por su relevancia, fue invitado a un festival neoyorkino que se realizó en honor a los disturbios de Stonewall en 1969, ese punto de inflexión en la historia del movimiento LGBTIQ+. Un año más tarde, su ópera prima La esquina es mi corazón, una recopilación de crónicas previamente publicadas en diarios nacionales. Para 1996 aparece entonces uno de los hitos de la literatura homosexual chilena: Loco afán: Crónicas de sidario, que ahora aparecen haciendo eco en novelas como las de la escritora trans Camila Sosa Villada.
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Este último título, un tanto gracias a Roberto Bolaño (2666, Una novelita Lumpen) y otro más a su magnificencia, fue publicado en España en 1999, bajo el sello del Anagrama. Ya en este siglo, apenas a inicios, publicó Tengo miedo torero, su primera y única novela, primero con Seix Barral y más tarde con la editorial española. Ahí se narra una historia de amor única, en la que un homosexual en la edad de la madurez se ensalza con un guerrillero del FPMR que ha de participar luego en el asalto a la dictadura militar de Augusto Pinochet.
Siguiendo por el camino de la crónica, publicó más tarde Zanjón de la aguada, Adiós mariquita linda, Serenata cafiola, Háblame de amores, Poco hombre, y, de manera póstuma, Mi amiga Gladys y su Obra escogida. En toda su biblioteca personal, hay reflejos constantes e inamovibles de la marginalidad, de esa resistencia (probablemente inevitable), visos de irreverencia y resentimiento, pero sobre todo una esperanza, una manera de hacer frente, como hizo Lemebel mismo, frente a los injustos y los poderosos. Tal como decía Monsiváis: la homosexualidad, acá, con “La loca”, era una actitud literaria. Pero es, por sobre todas las cosas, alguien que aceptó al mundo.