Entre afiches bressonianos detrás de vidrios, la puerta de entrada y salida de un nostálgico cine Ritz, los rededores de una mesita de karaoke y voces beodas y desgarbadas, retratos del espacio obrero e industrializado, noticias de una guerra en curso a través un aparato radiofónico y una soledad atrapada en cuerpos destinados a ser, el cineasta finlandés Aki Kaurismäki (Orimattila, Finlandia, 1957) reaparece, tras haber anunciado su retiro en 2017, con Hojas de otoño (Kuolleet lehdet, 2023), que no sólo ha significado su vuelta a la dirección sino que también retoma sus realmente nunca abandonados intereses en la clase obrera de Finlandia.
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En esta comedia romántica proletaria ubicada en el noreste europeo, que obtuvo el Premio del Jurado en el Festival de Cannes 2023, Kaurismäki narra la historia de Ansa (Alma Pöysti), una mujer que trabaja en supermercado, encargada de la tarea de tirar, a regañadientes, la comida que aparentemente no sirve, a lo que ella responde con lo obvio: comer aquello en lugar de tirarlo, hasta que la descubren a ella y a un par de sus colegas y les piden, con la amabilidad característica de un patrón explotador, que no vuelvan más, y Holappa (Jussi Vatanen), otrora bebedor infatigable hasta en horas laborales, ensimismado y lector convulso, a quien su afición a la bebida le cuesta no uno, sino dos empleos e incluso pernoctar en condiciones nada envidiables.
Entonces estas dos personas, irrepetiblemente solitarias y sencillas, se conocen luego en un karaoke-bar, y más tarde a las afueras de un bar en una escena tragicómica, evento que conduce a compartir un café y una charla casual que se extenderá después a una cita en una sala de cine para ver The Dead Don’t Die (Jim Jamrusch, 2019). Conexión, a partir de entonces, aparentemente irrompible, hasta que un accidente más cruel que perdonable rompe el curso de estos dos que aún no conocen sus nombres y no lo harán sino hasta que el cine vuelva a unirlos: cuando se esperan el uno al otro fuera y coinciden, entonces, en una de las más bellas casualidades.
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Ahí, entre afiches que remiten a las influencias cinematográficas de Kaurismäki (Bresson, Godard, por nombrar sólo algunas), la pareja hechizada, desconocida aún, que ya comparte un halo de romanticismo que ni el cine mismo, concreta una cena. Pero será, quizá, una condena momentánea, pues Ansa descubre los dotes mágicos de este beodo mayor. Eso romperá un vínculo que hasta ese momento pudo haber parecido irrompible. Será entonces que la adopción de un perro, nombrado más tarde en honor a uno de los maestros del cine silente, ponga un punto de inflexión en esta historia de amor que se consume entre colores contrastantes dignos de un pantone rohmeriano que aportan un quebranto a las atmósferas sin movimiento de las cintas del cineasta finlandés.
Así, con las noticias de una guerra en el fondo, entre muestras de ternura discretas, citas enigmáticas, canciones que no temen la pluralidad (de Schubert a Olavi Virta a Gardel) y fotografías fijas que resignifican la pausa dentro de la despiadada ruina (del cine comercial y las convenciones sociales de estos días) esta comedia, que a momentos dialoga solo con miradas y los movimientos mesurados en lugar de con palabras, que reivindica la intimidad de una clase proletaria sin inmiscuirse en la violenta pornomiseria habitual, vuelve a erigir un valioso ejercicio cinematográfico del también director de La chica de la fábrica (Tulitikkutehtaan Tyttö, 1990) en que la inexpresividad, casi poética, conmueve y exhibe no sólo un suspiro esperanzador ante la vida, sino también una humildad casi en extinción. Un elogio al cine, sí, pero sobre todo al amor.