La filósofa anarquista Emma Goldman (Kaunas, 1869-Toronto, 1940) apunta, en uno de sus ensayos escritos antes de 1910, que: “El matrimonio y el amor nada tienen en común; uno con otro están distantes, como los polos; en efecto, son completamente antagónicos. No hay duda de que algunas uniones matrimoniales fueron efectuadas por amor; pero más bien se trata de escasas personas que pudieron conservarse incólumes ante el contacto de las convenciones. (…) si es verdad que algunos matrimonios se basan en el amor y que también este puede continuar después en la vida de los casados, sostengo que eso sucede a pesar de la institución del matrimonio”. Lo anterior, –es decir, esa visión anárquica y radical, que proviene de los primeros años del siglo XX–, para introducir a la idea naciente y desbordada de Anatomy of a Fall (Anatomie d’une chute, 2023), la última película de la cineasta francesa Justine Triet (Fécamp, 1978) coescrita con Arthur Harari y protagonizada por Sandra Hüller, que valió, por méritos innegables, que le fuera entregada la Palm D’Or en Cannes 2023.
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Anatomía de una caída, cuyo título no puede ser menos provocador, narra la historia de Sandra Voyter (Sandra Hüller) y Samuel Maleski (Samuel Theis), un matrimonio que se halla solo en una casa de campo en un territorio cercano a Grenoble, la capital de los Alpes franceses, junto a su hijo, Daniel (Milo Machado Graner) y el perro de este, Snoop (Messi), cuya función es guiar al progenitor en su andar. Nada fuera de lo normal: un matrimonio compuesto por un par de escritores cuya vida deja ver ciertas comodidades. Sin embargo, apenas inicia la historia, en una atmósfera silenciosa ahora trastocada por una canción estridente del rapero 50 Cent en un versionado moderno, la conversación que Sandra mantiene con una de sus alumnas se disgrega, decide dejarse para después. Apenas momentos luego Daniel sale en compañía de Snoop a dar un paseo por los caminos de nieve, pero la calma se rompe al volver, pues mira a su padre tirado, con una herida en un costado del cráneo y un camino de sangre, entonces le grita a su madre, que se encuentra en el segundo piso de la casa, y el espacio se convierte en un cuadro acaso asfixiante, pues observamos una pintura fatídica de gritos, llanto, sangre, un cadáver y un sonido pop atravesando los tímpanos. Eso es apenas el inicio.
Entonces se desencadena lo que ya se temía: Sandra es la principal culpable, pues el escenario de la muerte, los alegatos y objeciones no permiten hacer una conjetura que apunte a su nula responsabilidad, sino todo lo contrario. Más tarde hemos de enterarnos que, sin embargo, las cartas juegan en su contra, pero no solamente las cartas, sino también un sistema judicial que parece no querer precisamente eso: la justicia, sino la obtención de un veredicto que se permita legitimar las razones de quienes imparten este ejercicio justo. Es decir, parece dar igual aquella dicotomía de inocentes y culpables. Tener la razón es lo único que importa, aunque ello implique someter a una práctica imparcial y que desfavorece indudablemente a la mujer.
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Se mira lo que apunto en el transcurso del juicio, que más bien parece ser un repaso por la práctica desabrida de la revictimización, los reclamos, la legitimación de los roles de género. Y vuelvo a un apunte de Goldman: “Si por cualquier circunstancia, la mujer se sintiera capaz de libertarse de ciertos pequeños prejuicios y fuera lo bastante arriesgada para desflorar los misterios del sexo sin la sanción del Estado y de la Iglesia, se vería condenada a permanecer como un instrumento inservible para casarse con un hombre bueno y honesto”. Pero Sandra decidió casarse e incluso tener un hijo. Sobre todo: desafió, en todo sentido.
Estamos frente a una mujer que ha cosechado éxitos como novelista, que escribe a pesar de todo, que incluso, si no somos quisquillosos, se ha hecho de un cuarto propio, aunque pequeño, como Virginia Woolf lo habría sugerido. Una mujer a la que se le recrimina y cuestiona el éxito, sobre todo desde la idea material de que su marido, escritor siempre en ciernes hasta antes de morir, nunca pudo finalizar una novela. (El parecido de esta historia con la historia de vida de Carson McCullers con James Reeves McCullers es sólo una bella coincidencia.) Entonces, parece que esta irrupción exitosa quiebra la especie de invisibilidad y sometimiento practicada desde hace siglos por la dominación masculina.
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Junto a todo lo abordado, y omitiendo el acercamiento a la concepción romántica del amor, que para este entonces parece sobrada e irrelevante, el ejercicio de reflexión propuesto por Justine Triet, que así como abruma conmueve y espabila por la ruptura de las emociones, es más que una película que disecciona la culpabilidad, que se pregunta cuál es el fondo de las intenciones, e incluso, cuál sería entonces la importancia de los actos, de la naturalidad, si acaso importa ver entonces la sucesión de los hechos o entonces basta con juzgar. Decía yo, en un breve comentario en redes sociales, que admiraba la capacidad de comunicar diseccionando lenguajes y formas, y aplaudía, discretamente, la autoridad para no terminarse hundiendo en las intenciones tan profundas de una historia como esta, que en lugar de perderse por sus aspiraciones, consigue convertirnos en juez y parte, de alguna manera partícipe de esta historia que no busca responder, sino quebrar las líneas, quizá fragmentar su liminalidad.