Rehuyendo a la idea costumbrista del retrato transparente –severamente salpicado de morbo y miserabilidad– de la violencia que dibuja de cuerpo completo las prácticas inhumanas, violentas y tortuosas que a menudo brotan en los ejercicios que beben de hechos históricos como el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial, el cineasta Jonathan Glazer (Londres, 1965) desdibuja, en The Zone of Interest (2023), a través de una narración que opta por encontrar en los sonidos aquello que la voz de las palabras no podría dilucidar, apenas un fragmento de ese episodio apabullante y desconsolador sucedido en los campos de concentración en Auschwitz, donde miles de personas judías fueron cruelmente asesinadas por las órdenes ejecudatas de generales y figuras clave que estaban bajo el mandato de Adolf Hitler.
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Con una adaptación in extremis libre del título homónimo del recién fallecido novelista Martin Amis (1949-2023), el también guionista británico relata un episodio fragmentado de vida del comandante Rudolf Höss (Christian Friedel), quien vive dentro de un aparatoso complejo residencial de bardas altas recubiertas en todo lo que pueda impedir el allanamiento de quienes están afuera junto a su esposa Hedwig Höss (Sandra Hüller) y su vasta progenie. Ahí, en ese búnker-hogar, sus hijos disfrutan del grandísimo jardín, gozan de la pequeña alberca que su misma esposa diseñó, y es ahí mismo donde esta última cuida su pequeño invernadero y sus hijos con ayuda de su personal de servicio compuesto por mujeres judías mientras el general atiende los funestos menesteres bélicos que velan por los intereses individuales del führer.
Es en ese hogar de paredes pálidas donde también celebra su cumpleaños, recibe a los altos y bajos mandos, donde en paralelo a sus funciones castrenses hace de padre ejemplar mientras pasea con sus hijos, monta a caballo con el mayor de ellos y acompaña el sonambulismo de su hija con la lectura inquietante de ese clásico infantil de los Hermanos Grimm. Ahí, su esposa recibe a las esposas de sus colegas para regodearse de sus adquisiciones y chismosear sobre la vida privada de las desfavorecidas esposas de los otros.
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Ahí, también, se infiere, en una escena particularmente inolvidable por su complejidad, que el alto mando alemán mantiene relaciones íntimas con sus empleadas de origen judío. Es decir, en la casa sucede una vida ajena al exterior. No por ello las detonaciones de armas cortas y largas no son perceptibles, no por ello tampoco quedamos exentos de observar en funcionamiento la nueva cámara de cremación a través de las chimeneas de las mismas, no por lo mismo tampoco podemos evitar el hallazgo óseo en un lugar acaso inimaginable.
Todo hasta que le es informado que, tras un ascenso debido a su ejemplar labor como miserable ejecutor, debe mudarse a Oranienburg, lo que provoca un descontento con su esposa, pues en Auschwitz ha erigido ya el refugio perfecto para su progenie y no piensa abandonarlo a la menor de las provocaciones. Por lo anterior, consigue la estadía de sus familia en ese territorio y su traspaso en condiciones sencillas adonde fue trasladado.
Será en la capital de Oberhavel que consiga, de nuevo gracias a su fidelidad y proeza, una oportunidad de vuelta a casa, para lo cual sólo deberá ejecutar ese episodio ruin donde hubo que transportar a cientos de miles de judíos húngaros para su ejecución absoluta. Restará entonces su aparición en una opulenta verbena por donde desfilan las más altas esferas del nazismo y se regodearán en un malhadado éxito a su vez que el protagónico general confiesa a su mujer un pensamiento que para entonces ha de perturbar hasta la cefalea. Sólo entonces, en una transición desconcertante acompañada de la electrizante música de Mica Levi y el diseño sonoro de Johnnie Burn, el desprolijo militante del nacionalsocialismo descenderá las escaleras entre arcadas que consumarán entonces la sorprendente escena concluyente de esta producción.
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Aunque pudiera parecer que se ha contado demasiado sin dejar nada a la intervención y el ojo de cada cual, debo apuntar, más por capricho que por necesidad, que no he hecho más que un incalculado intento por diseccionar esta audaz y desconcertante cuarta película de Jonathan Glazer, que no sólo desafía las formas de representación del terror, la perturbación y la violencia practicada incansablemente por las facciones fascista, sino que interpela desde una posición incómoda a toda aquella persona que cree saberlo y visto todo para colocar un espejo donde se mira claro que para abordar la complejidad de tragedias históricas es posible prescindir del sensacionalismo y proveer entonces la sensibilidad adecuada para salvaguardar la memoria histórica. Que para la compasión y la remembranza no es necesaria la deshumanización ni el espectáculo, sino sólo ser lo mínimamente perspicaz para posarse sobre el espacio auténtico y revelador de la profundidad del alma humana.