A propósito de La vejez de Simone de Beauvoir, la académica y psicóloga brasileña Dulce Suaya recoge una reflexión valiosa sobre la vejentud, apuntando, a partir de las intenciones de la filósofa francesa en ese ensayo reivindicativo, que: “La vejez descubre un cuerpo que no es mero objeto, superficie donde acontece la decadencia biológica y cognitiva, sino un cuerpo vivido que, al transformarse en un cuerpo viejo, metamorfosea también al mundo que lo rodea”.
Tras una re-lectura al ensayo de la maestra brasileña, pienso que Maite Alberdi (Santiago, 1983) hace un retrato perfecto-imperfecto sobre esa meditación en La memoria infinita (Chile, 2023). Lo hace a partir de una seguimiento íntimo –que se reserva las invasiones y las miradas vanas, atravesado incluso por la pandemia que azotó al mundo hace no mucho tiempo– del matrimonio de Augusto Góngora y Paulina Urrutia que está siendo trastocado, desde 2014, por el Alzheimer que aqueja la vida periodista y cineasta en su individualidad pero también en su matrimonio con la actriz y académica, quien pronto se ve atrapada en el miedo de que, un día cualquiera, su compañero de vida desde hace 25 años no la recuerde más.
Te puede interesar: #Cartelera24: Perfect Days (2023), Wim Wenders
Podría parecer reiterativo para quienes siguen la filmografía de la cineasta chilena desde El salvavidas (2011) la idea de que su mirada permite percibir con claridad la memoria personal que más tarde se ha de colectivizar. Pero la impronta de Alberdi es clara e inamovible, aunque no por ello repetitiva o superflua. Acá contrapone al tiempo, resquebraja la infinitud a través del movimiento del tiempo y la progresión de una enfermedad que está destinada a dinamitar cualquier recuerdo.
Sin embargo, como si el contraste fuera la fortaleza necesaria para la evocación, la también directora Los niños (2016), explora un presente que parece avanzar lento a través del pasado de quien protagoniza la historia: sus memorias como periodista y conductor, el doloroso recuerdo de la muerte de su camarada en años de la dictadura de Pinochet, la crónica soberbia de la dictadura chilena como registro para no olvidar y así no repetir la historia. Sobre todo, las charlas que mantiene con La Pauli, como cariñosamente llama a su esposa, pues ella busca afianzar, con fe intacta aunque con consciencia de acero, que no le olvide, que recuerde a sus hijos, de quienes Augusto no se olvida.
Aunque el trasfondo apuesta por no pasar por alto los estragos que dejó la dictadura, y que probablemente siguen acá como si nada, acaso como aquel microcuento de Augusto Monterroso, sirve más bien para cristalizar la cotidianeidad, los momentos más cercanos, aquello que todavía queda para sobrevivir, para no quedarse sin más nada. Que no es que una cosa importe más que otra: ambas pueden convivir en santa paz con su grado de consciencia inexorable.
Lo que permite un eco más hondo es la mirada reflexiva y, como decía en un principio: no invasiva de la cámara de Pablo Valdés, quien en un momento se vio sustituido forzosamente por Paulina Urrutia cuando la pandemia no permitía el contacto, y esta última tomó las riendas de cinefotógrafa. Un ejercicio complementario. Por un lado, la lente de Pablo hace unos registros cuidadosos, no irrumpe la línea invisible que no puede traspasarse, que no condena ni conduce al morbo porque rescata lo necesario para plantársele de frente al espectador. Paulina, por su parte, con ayuda de técnicas más orgánicas, sin ayuda de más nadie que su celular y su mirada entrañable, logra reconocer desde otro espacio a Augusto, incluso en momentos más grises, en donde la demencia ya le hace enfrentarse a sí mismo desde otro sitio más complejo, y a ella a observar y ser quien resiste los embates de la enfermedad y dar el sosiego posible a su compañero.
Te puede interesar: La pluma póstuma de Gabo
Aunque inminente, la muerte es un ente apenas rastreable en este retrato. No es necesario describirlo ni tampoco intentar comprenderlo. Bastan las condiciones y el tiempo insoslayables, pues invitan a repensar el posicionamiento, a preguntarse si esta o aquella forma es la mejor de vivir la vida. Y lograr ver así, tal como hace Alberdi, donde nadie ve. Quizá entonces, con un poco de suerte, logremos reconocernos en estas miradas. Darnos cuenta que, a esas alturas, la muerte es lo menos importante.