El poeta mexicano Sergio Loo (Ciudad de México, 1982 – Ibídem, 2014) padeció un tipo de cáncer que acabó prontamente con su vida. En el entretanto: escribió –quizá como motivación o causa primordial, acaso como reconfiguración o estampa propia de lo que escribió María Luisa Puga con su Diario del dolor y Héctor Viel Temperley en su Hospital británico–: Operación al cuerpo enfermo, obra en la que, más allá de su desdibujar con plenitud y transparencia su padecimiento mortal, pienso que en un par de versos que hacen eco en Tótem (2023), la segunda cinta de Lila Avilés (Ciudad de México, 1982).
Son los siguientes, ubicados bajo el subtítulo Agujero vertebral: “La enfermedad ha logrado ser irreversible. Echa raíces al futuro y, por tanto, al pasado. Expropiación del punto focal: la misma historia narrada desde mí mismo pero otro protagonista: la nueva vida a partir de estar enfermo”.
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Es cierto: la enfermedad lo trastoca todo. La transformación es honda, inevitable. Se viene una “nueva vida a partir de estar enfermo”, como declara Loo y parece entender Avilés. Aunque lo haga desde una visión más íntima y sin juicios como lo sería la hija del enfermo. Así, la cineasta mexicana realiza el retrato que a continuación intento re-retratar sin arruinar ni entorpecer nada:
Tras aguantar la respiración durante el recorrido de segundos que dura atravesar un túnel, en algo que parece ser una práctica tradicional entre madre e hija para pedir así un deseo, Sol (Naíma Sentíes) confiesa que su anhelo es que su padre no muera. Entonces la música revienta brevemente. Estamos ahora frente a la charla telefónica de Alejandra (Marisol Gasé), que entre humo de cigarro, tinte en su cabello y órdenes, oyendo sus indicaciones cuidadosas y frívolas, cuando el timbre irrumpe la calma. Es Sol con disfraz tierno de payaso y unos globos, junto a su madre, a la puerta de la casa familiar de paredes pálidas, en la que Tona (Mateo García Elizondo, por cierto autor de la interesante Una cita con la Lady), padre de la niña y pintor, sufre algo parecido al descanso obligatorio y sobrevive al día a día de sus cuidados paliativos por culpa del cáncer. Ese día se celebra una fiesta en su honor. Es por ello que en el escenario único de la cinta, esa casa de incontables habitaciones que hace de consultorio, bar, repositorio de penas, se reúnen, además de Alejandra, Nuria (Montserrat Marañón), Cruz (Teresa Sánchez), Roberto, el padre (Alberto Amador) y el resto de familiares y amigos que, ansiosos, acaso felices, recuerdan anécdotas de Tona cuando más joven. Hasta que este último sale de su habitación, apenas dispuesto al goce que le permite la proximidad al desahucio, y brinda, y abraza, y se rebela entre las abrumadoras expectativas de todos a su alrededor.
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Hablar de la funcionalidad o no funcionalidad de una familia de clase media alta mexicana que tiene entre sus entrañas un hijo casi convaleciente a causa de una enfermedad mortal, cuyo deseo parece mantenerse en vida sólo por su hija pequeña, un par de hermanas únicas, excelentes madres a su modo, practicantes del ocultismo sentimental ante la vulnerabilidad de sus hijos, tal como el padre incapaz de comunicarse les heredó sin intención y un hijo, del cual su padre apenas si acepta a regañadientes su homosexualidad. Todo ese objeto sagrado (la familia) termina de conformarse por los ecos de un hogar revuelto, en desasosiego, creyente de todo aquello que sea vehículo hacia la esperanza, no importa si aquello implica prácticas espirituales, energéticas y/o experimentales. Ya no hay nada que perder. Todos lo saben. Sol, ¿la protagonista?, lo sabe, pero no pierde uno nunca nada con creer lo contrario. Por ello cada gesto orbita alrededor de su anhelo inapagable: que su padre continúe con vida.
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Entre imágenes de retratos que atraviesan los rituales propios de la esperanza y la magia de quien ya no tiene nada que perder, y que por eso ha de intentarlo todo ignorando incluso la voluntad del enfermo, observando los gestos propios de lo ininteligible, contemplando y colocando caracoles en superficies desconocidas, escondiendo las posturas, construyendo composiciones que no desean ser algo que no son, percibiendo los huecos donde parece haber paz y silencio, Sol, los invitados, la fiesta, la madre de Sol, los amigos, todo ser vivo, parece comprender que lo que se aproxima es ineludible, el cuerpo pidiendo a gritos estar al tanto, la cercanía de la muerte como un silencio conciliador. O tal como pensaría Rocío Cerón en uno de sus vastos versos: un vacío imposible de deletrear / cierta fascinación por hacer lo que la soga penda / así la piedra deja de serlo / (como un) átomo acogiendo los lamentos.