Iztapalapa volvió a demostrar que la Semana Santa es uno de los mayores acontecimientos, tanto de la localidad como la CDMX, colmado de fervor y entrega, 2 de las cualidades que caracterizan a los chilangos.
Este 2024, es el segundo que la escenificación vuelve a las calles, tras los 2 en los que los fervorosos habitantes de los 8 barrios se confinaron en un auditorio y así evitaron los contagios; el temor a la enfermedad era patente pero el compromiso fue (es) mayor.
Ahora, bajo un sol que no fue tan abrasador como en ediciones anteriores, los habitantes de Iztapalapa así como los visitantes, nacionales como extranjeros abarrotaron la Macroplaza y las calles por las que Jesús arrastró su madero de camino al Golgota, recreado como desde hace 181 años en el Cerro de la Estrella, uno de los puntos más altos de la demarcación al Oriente de la capital.
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Hoy, como cada año, la Pasión tuvo como “previo” la procesión de los Nazarenos, hombres, mujeres, jóvenes y niños que enfundados el color de la penitencia arrastraban por las principales avenidas de la alcaldía cruces apenas acordes con sus fuerzas y tamaños, otras que los rebasaban en ambos aspectos pero cuyo peso enardecía su determinación.
Estos penitentes revisten atención, todos ellos no solo participan del misterio que significa para millones de creyentes la vida, obra, muerte y resurrección de Jesús -según el Libro- sino que cargan con ellos sus propios exvotos, tan personal como sus propias cruces.
Algunos en memoria de un familiar que ya ha trascendido, otros en agradecimiento de un milagro o favor concedido por algún santo, todos ellos con una religiosidad que con creces explicaría la entrega para cargar, tanto de ida y vuelta los enormes maderos.
Y sobre estos objetos ambivalentes tanto para los católicos y cristianos, no es exagerado decir que alguno rayan en verdaderas obras de arte sacro: unos con sencillos trazos que decoraban los maderos bastos o apenas barnizados, hasta aquellos con el rostro del Salvador en metal.
Algunas de estas cruces incluso portaban su propia cruz, con el Cristo ensangrentado, otros, con fotografías de seres queridos que se perdieron recientemente, sin decir, la forma, sólo una mirada esquiva ante la pregunta.
La procesión de los nazarenos, algunos con pasos cansinos pero constantes, otros a breves pero intensas carreras bajo un sol a plomo -“¡Aguas, hay va la cruz!”- abrió camino, preparó el terreno para el evento mayor, el viacrucis.
Los penitentes de todas las edades anduvieron sobre el ardiente asfalto, que a momentos de la mañana parecía derretir hasta la suela más gruesa jamás se quejaron, su semblante era de dolor y entrega, de pasión la más de las veces, por cumplir con una promesa echa con el corazón y el alma, esos que los pies quemados, llagados y sangrantes no detienen; prepararon el terreno para las pisadas del joven que encarnó al redentor.
Tras horas de penitencia, Jesús enfrentó los juicios en la Macroplaza, fue desnudado, azotado y cargado con la cruz y, en menos de 2 horas -con 3 caídas, una por barrio- llegó al Cerro de la Estrella y con los lamentos de María de fondo, pronunció las 7 únicas palabras que precedieron a su trascendencia no sólo física, temporal, sino también histórica.
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Y, como suele suceder cada año -incluso más atrás de la fecha en que el “Señor de la Cuevita” salvó al pueblo del cólera- el clima cambio: no llovió ni se oscureció el cielo pero sí, cómo le dijo un Guardia Nacional a un policía, al final de la procesión “refrescó”.