En 2016, fue presentada en la Quincena de Realizadores del Festival de Cine de Cannes La vida de calabacín (Ma vie de Courgette), de Claude Barras, una cinta que una vez vista se convierte en un recuerdo inolvidable sobre la amistad, el amor, los lazos familiares, los silencios, la compasión, la dicha. Y aunque se cumple aquello de que no toda animación es para niños, estos no quedan exentos de maravillarse con la historia.
Guillermo del Toro dice y dice bien: la animación es cine, no es un género. No por nada es un defensor irredento de esto que él llama “un medio”. Quizás dentro de la industria cinematográfica no se complejiza lo suficiente lo que apunta el director de El laberinto del fauno (2006) sobre cómo se mira la animación, incluso como si valiera menos o fuera menos importante. Por ello es para los espíritus no domesticados, como dice Guillermo.
Sin embargo, pocas películas animadas reflejan en fondo y forma todo eso que dice no sólo del Toro sino muchos entusiastas más. No que lo reflejan porque valgan más o menos que otras, sino que parecen seguir a cabalidad ese espíritu desafiante y rebelde, sin ataduras, pisando el acelerador a fondo. Es tal el caso de La vida de Calabacín.
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Se trata de una película en apariencia sencilla, que cuenta la vida de Icare, un pequeño de 8 años que vive con su madre, una mujer sumida en el alcohol que no hace más nada que ver la televisión y regocijarse en el dolor que le provocó el abandonó de su expareja. Por supuesto, no mantiene una relación afable con su hijo; sin embargo, fue ella quien le dio el nombre de Calabacín.
Tras un incidente, por supuesto trastocado por la beodez y el miedo de un niño que no sabe cómo va a reaccionar su madre ante sus mínimos errores, su madre pierde la vida. Entonces conoce a Raymond en la estación de policías. Este último simpatiza mágicamente con Calabacín cuando conoce su historia y lo lleva al orfanato que servirá de escenario para el resto de la historia.
Será en ese lugar que Calabacín, nunca más llamado Icare, irá poniendo nombre a todos los sentimientos que lleva años guardando en su ser, así como también todo lo que conocerá de la mano de Ahmed, Jujube, Beatrice, Alice, Camille y Simón, los otros niños que también viven en el orfanato.
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La vida de Calabacín es un retrato francamente inolvidable del crecimiento al que obliga el olvido, ese al que únicamente tenemos acceso por las decisiones de los demás, es decir que nuestra vida, en esos instantes, es consecuencia de lo que hicieron quienes nos trajeron al mundo. La pregunta vuela, entonces: ¿cómo aprender a mirar a partir de ello?, ¿para qué? Incluso la pregunta que nadie se hace pero todos sienten necesidad de responder: ¿por qué yo? O, en este caso, por qué ellos.
Es, a su vez, un ejercicio de sensibilización, que desdibuja los horizontes que entendemos como naturales u obvios. Entre muchos otros, el de las familias “tradicionales”. Aquí la adopción es, existe y resiste. El acercamiento es tan transparente que no hay remedio. No hay manera de no hacerse de risas y llantos, de no comprender lo que se viene diciendo durante toda la cinta. El corazón que tiene el guión (de Celine Sciamma) se conjunta a la perfección con el trabajo hecho en stop-motion, pues denota una textura más honda. Hay, sin duda, demasiado corazón. Y, finalmente, sólo hasta ahora, quizá podamos comprender aquello que dice el entrañable Simón: todos somos iguales. Qué razón que tenía.