El 19 de mayo de 1999 se estrenó en cines Star War: Episode I – The Phantom Menace. Significó, entre otras cosas, ponerle fin a una espera de dieciséis años luego del estreno, en 1983, del episodio IV, The Return of the Jedi. Veinticinco años después –antes, durante y luego del Star Wars Day– se proyectó en algunas salas de cine, lo que significó el segundo reestreno de la cinta, si contamos el reestreno de la versión 3D proyectada en 2012.
Dado lo anterior, la columna de esta semana es más bien un recuento (breve) de lo que significa ver, siempre que hay oportunidad, una película de Star Wars en la pantalla grande, admirar la gigantez del texto introductorio con el fondo musical compuesto por John Williams y saltar a galaxias lejanas por unos instantes.
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Con La amenaza fantasma pasa algo muy particular. Es probable que no haya otra cinta de Star Wars más vapuleada que esta. Sucede que, en efecto, como suele decirse, envejeció (muy) mal. Sobre todo con respecto a la primera trilogía, donde ya se había puesto la vara muy alta en cuestiones narrativas y de efectos visuales. Cosas que parecen ausentes en el episodio uno, es decir la primera entrega de la segunda trilogía.
A su vez, pese al embrollo y la crítica, se trata, en esencia, de la materialización del deseo de George Lucas. Es decir de contar los antecedentes, la vida que hubo detrás de la trilogía inicial. Así, luego de una pausa considerable, el director estadounidense declaró, en 1993, que traería de vuelta la Guerra de las Galaxias con las precuelas. Entre el 93 y el estreno en 1999, terminó de escribirse la historia que daría no sólo para una nueva trilogía, sino para mucho más.
Lucas decidió prescindir de Obi-Wan Kenobi como personaje principal y dio todo el peso a Anakin Skywalker en la nueva (segunda) trilogía. Dígase una manera de cerrar el círculo, de no dejar cabos sueltos. Y eso fue una de las cosas que hicieron encolerizar a los fanáticos, pues consideraron que el director estaba reciclando lo que ya había hecho. Como si se estuviese copiando a sí mismo.
Diría que es una completa exageración. Había demasiada historia, mucha tela de donde cortar. No había manera de no aprovecharlo. Mi defensa, sin embargo, no omite lo dicho en un principio sobre las deficiencias claras de la producción. Pero sí es oportuna la mención porque la ortodoxia que practican los fanáticos más devotos de Star Wars es de una toxicidad sin precedentes. Apabullante. Se extiende como germen que no permite el disfrute.
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Lo mismo sucedió cuando se anunció y estrenó la tercera trilogía, iniciada por El despertar de la fuerza, dirigida por J. J. Abrams. Entre la emoción, se coló un desencantó bochornoso. Es natural, eso lo sabemos. Es inevitable.
Volviendo a la cinta, ya para finalizar la rabieta. Recordemos, en primera instancia, la historia que contaba: “Obi-Wan Kenobi es un joven aprendiz caballero Jedi bajo la tutela de Qui-Gon Jinn; Anakin Skywalker, quien después será padre de Luke Skywalker y se convertirá en Darth Vader, solamente es un niño de 9 años. Cuando la Federación de Comercio corta todas las rutas al planeta Naboo, Qui-Gon y Obi-Wan son asignados para solucionar el problema.” Es lo que dice la sinopsis oficial. Pero deja fuera a personajes que sin duda dieron mucho de qué hablar. Padme, por ejemplo, interpretada por una joven Natalie Portman, a quien deshicieron en críticas por su actuación. Asimismo el atropellado Jar Jar Binks, un gungan bobo que no fue de la gracia de muchos que consideraban –quizá aún– el humor como algo desleal a la esencia de las primeras películas.
Sin embargo, más allá de las quejas, que son muchas, y de los años, que tampoco se quedan atrás, decía lo que significa para cualquier fanático ver una película de Star Wars en el cine. No importa –o quizá sí, pero no a todos– que sea esa que peca de torpe, que no profundiza como sucedió en la primera trilogía, que no le baste estar mal dirigida sino que también tiene malos efectos especiales y personajes y diálogos prescindibles. No importa. Importa el recuerdo aquel, la sonrisa fácil. A veces es necesario dejar escapar el ensimismamiento, dejar que la fuerza nos acompañe.