Salvando y respetando las distancias que hay entre verdaderas obras maestras como lo son el God Save The King del Reino Unido, La Marsellesa de Francia, el The Star-Spangled Banner de Estados Unidos o nuestro portentoso Himno Nacional Mexicano, compuesto por Francisco González Bocanegra y Jaime Nunó en 1954, no cabe duda que el flamante himno de la Ciudad de México, apenas presentado en sociedad el jueves pasado por el jefe de Gobierno capitalino, Martí Batres Guadarrama, resultó ser una obra de alcances muy limitados.
Por principio de cuentas, porque éste ni siquiera es un himno.
Y que quede bien clara una cosa: no tengo nada en contra de la señora Marcela Rodríguez, la compositora, y mucho menos en contra de la soprano Angélica Alejandre y el tenor Adrián Pingarrón, los intérpretes. A ninguno de los tres tengo el gusto de conocerlos personalmente, pero su trabajo como artistas a mi me parece formidable. Sus trayectorias profesionales son sobresalientes. Pero lo que escuchamos el jueves pasado en el patio del Museo de la Ciudad de México, insisto, no fue un himno… fue una ópera con salpicadas de ritmos prehispánicos y precolombinos.
De acuerdo al periodista e historiador, Joel Hernández Santiago, un himno es una composición musical que resalta y exalta las proezas de los dioses y los héroes en la que se plasman victorias y sucesos memorables con un tono de júbilo y entusiasmo, cuyo objetivo primordial es forjar entre la colectividad un vínculo de orgullo y de identidad entre quienes lo entonan.
Sí, la obra en cuestión destaca pasajes emblemáticos de la Gran Tenochtitlán y también rescata elementos de nuestro muy particular sincretismo, pero carece de ritmos y frases “pegajosos” para que los niños y adolescentes los asimilen rápidamente y lo entonen en las escuelas porque, quiero suponer que ese es el fin de esta composición: que se cante en las ceremonias cívicas de los planteles escolares de la CDMX.
Asimismo, conversando con maestros concertistas mexicanos de gran nivel, éstos me comentaron que se trata de una pieza muy difícil de interpretar porque no tiene una continuidad y los intervalos son muy fuertes y complejos que requieren de una preparación musical un poco elevada.
Aparentemente lleva un ritmo de marcha, lo cual es lógico porque los himnos son marchas, pero éste no está muy bien definido y, con respecto a la letra, sí define muy bien lo que ha sido la Ciudad de México desde la época prehispánica hasta nuestros tiempos, pero los términos utilizados aquí no son muy entendibles para la mayoría de la gente.
Casi todas las palabras que se utilizaron en la letra de este himno se tienen que pensar y entender muy bien antes de ser interpretadas y eso lo hace muy poco digerible. El arreglo orquestal es muy bonito pero no es pegajoso como, por ejemplo, el Himno Nacional Mexicano, que tiene cuadratura, rima y métrica, cosa que tienen prácticamente todos los himnos nacionales del mundo.
En resumen, un himno debe ser una canción pegajosa para el pueblo, porque quien la interpreta es, precisamente, el pueblo.
¿Entendiste, Martí?
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