Convierte tu muro en un peldaño
Rainer Maria Rilke
Hablemos de una de las más valiosas pequeñas cosas que usted puede hacer día con día, hasta convertirla en un hábito, para que su vida mejore: desarrollar tolerancia a sí mismo.
Comencemos por entender de qué se trata realmente la tolerancia. Olvídese de esos significados que la identifican con admitir lo inadmisible, como la falta de respeto, la violencia, la ilegalidad, o con esfuerzos como aguantar, sufrir, resistir, soportar, que se acercan a la resignación, un estado de sufrimiento soportable y prolongado que parte de una conformidad pesimista.
La tolerancia es ante todo aceptación de lo que es aceptable, y de hecho debe ser aceptado, aunque no nos guste, comenzando por la dignidad de la persona, es decir, su derecho intrínseco a ser quien es y como es.
La primera persona, el yo, es además por la que hay que empezar, pues la mayoría de los seres humanos, presionados para responder al deber impuesto por quienes, más que amarnos, nos condicionan su amor, no nos aceptamos tal cual somos.
Sobre todo, no nos gusta lo que sentimos, nos resistimos a ello, porque es socialmente censurado, perturbador y no sabemos como manejarlo, creemos que debemos ser mejores que eso, nos asusta, nos confunde, daña nuestra autoimagen, en fin, por múltiples motivos, casi siempre todos juntos, de manera que no nos respetamos.
Si no nos respetamos a nosotros mismos, no respetaremos jamás a los otros, y en ellos y ellas señalaremos negativamente tanto lo distinto, como lo semejante, desde una perspectiva de rechazo social a la diferencia y de autodesprecio, por ende de menosprecio a lo ajeno.
Es la permisividad, siempre pasiva y pesimista, y no el respeto, es decir, la tolerancia, la que lleva a un individuo a someterse a situaciones dañinas más allá de lo suficiente para aprender sobre ello y a una sociedad a normalizar lo que la perjudica, al punto de someterse a su propia ignorancia, para facilitar la manipulación, antes que hacerse respetar.
Y así es como hemos venido funcionando, por eso no encontramos lo que deseamos ni estando con otros ni con nosotros mismos. La respuesta a este aparente callejón sin salida es la tolerancia como principio, es decir, como valor, pero también como punto de partida.
Ahora bien, es importante que se entienda la diferencia entre una cualidad y un valor, para no pensar que la tolerancia es algo que a unas personas se les da y a otras no, justificando así la intolerancia. Una cualidad es una buena actitud, por tanto una buena conducta, que desarrollamos espontáneamente, como parte de nuestra personalidad; un valor es también ambas cosas, pero asumido y cultivado conscientemente, con mayor o menor esfuerzo, dependiendo de la persona, de manera que se convierte en una habilidad.
Como cualidad puede ser diferencial entre personas, como habilidad está al alcance de todas. Se convierte así en una esperanza para la humanidad. Pero vayamos a esa tolerancia a nosotros mismos que se multiplicará socialmente si cada quien se compromete consigo mismo. Para saber por dónde comenzar, tengamos claro que entre las diversas manifestaciones de la intolerancia, la universal, la que todos padecemos con mayor intensidad, es a la incertidumbre y, por tanto, a la falta de control.
A mayor incertidumbre y descontrol, más miedo, a más miedo más pensamientos negativos, desbocados y continuos, que disparan el estrés y, por tanto, la ansiedad, sin que, en la mayoría de los casos, haya conciencia del proceso.
El siguiente escalón de la intolerancia, muy generalizado, aunque no necesariamente universal, es a que las cosas no salgan como queremos, a lo cual reaccionamos con frustración, que no en sí misma un problema, a menos que decidamos instalarnos cómodamente en esa emoción para no volver a intentarlo.
Pero, ¿cuál es exactamente el nudo gordiano de la intolerancia y cómo deshacerlo? Eso para la próxima semana.
@F_DeLasFuentes
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