La violencia es el último recurso del incompetente

Isaac Asimov

 

El ser humano tiene dos impulsos fundamentales: retrógrada y progresivo, es decir, a quedarse como está o incluso volver al pasado y a cambiar, avanzar. Cuando estas pulsiones entran en conflicto surge la crisis. La resolución siempre implicará un cambio, radical o solo un reacomodo para liberar tensión y mantener el estatus el mayor tiempo posible.

En materia de relaciones interpersonales y en cuestiones sociales, la crisis es muy notoria, no así en lo individual. Todos sostenemos, sin que sea evidente para los demás, luchas interiores que nos desgastan, producen estrés, ansiedad y obnubilan el raciocinio, por tanto, distorsionan nuestra interpretación de la realidad.

Cuando no nos damos cuenta de ellas, experimentamos estas luchas como pensamiento caótico que nos atormenta, y desarrollamos, en consecuencia, inadvertidas actitudes y conductas que muestran claramente nuestro malestar para cualquier observador que asuma sus conflictos interiores, no para aquel inconsciente de ellos, porque lo que no podemos ver en nosotros no podemos verlo en los demás, aunque sí proyectarlo como algo ajeno.

La mayoría de las personas responde con pulsión retrógrada ante la evidencia de un cambio, incluso cuando éste puede claramente beneficiarles, pues es mucho más poderosa que la progresiva, por ser un mecanismo de defensa. Por eso, en la historia de la humanidad el progreso se ha dado generalmente a contracorriente de la predominante resistencia al cambio.

Y este es el punto en que retomamos el tópico que dejamos pendiente en la pasada entrega: el meollo de la intolerancia, individual y colectiva, que es la incapacidad para gestionar constructivamente el conflicto, por miedo a la pérdida y al dolor que ésta ocasiona.

Los factores de cambio que van en contra de nuestras creencias, deseos y expectativas son interpretados como amenazas por nuestro cerebro reptil, encargado de la sobrevivencia y defensa del bienestar emocional. La alarma que produce se llama miedo, pero éste no es solo una emoción, sino un sentimiento, es decir, una forma perdurable de sentirse, a partir de un procesamiento mental del estado de alerta, con base en la experiencia social y personal, que es la que induce las imágenes de aquello que vamos a perder y de cuánto nos va a doler.

En la medida en que eso sea para nosotros importante, será el miedo experimentado, respecto del cual será directamente proporcional nuestra percepción de ser atacados y la resistencia a lo que nos está desestabilizando, por tanto, la actitud a tomar, que será, efectivamente, la intolerancia, la cual tendrá similar intensidad, de manera que la conducta irá desde la queja o la expresión de desprecio, hasta la violencia verbal y/o física.

Así que cuando vea usted intolerancia en otros y/o en su ámbito social, es decir, rechazo a lo diferente y al cambio, piense que en realidad esas personas están asustadas, porque se sienten amenazadas. Y si lo identifica, es que lo experimenta, aun sin darse cuenta de ello. Como se dice coloquialmente: lo que te choca te checa.

Adquirir esta conciencia es lo que nos permite poner el foco de atención en nosotros mismos. Todos tenemos un ámbito de intolerancia. ¿Cuál es el suyo? ¿Qué teme perder o no realizar? ¿Qué conducta desarrolla?

Tenga claro que la intolerancia no es solo un estado de irritación o incluso de iracundo rechazo a lo que creemos que no debiera ser como es o estar sucediendo, en realidad es una incapacidad personal de ver el cambio como lo que necesitamos, aunque no sea lo que queremos, y de interpretar el miedo como un impulso y no una imperiosa necesidad de protegernos de lo que según nosotros puede hacernos daño, porque, ciertamente, la mayoría de las veces es imaginario.

La pulsión retrógrada es necesaria, en tanto analizamos aquello que sentimos amenazante, la situación en que nos encontramos y lo que es necesario hacer, pero debe tener carácter temporal, no convertirse en zona de confort.

 

@F_DeLasFuentes

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