La nueva ola expansiva de China, impulsada por sus compañías tecnológicas vinculadas a la transición verde, representa un ambicioso movimiento que ya está dejando huella en numerosos rincones del mundo. Desde España hasta México, los acuerdos para la instalación de plantas de producción de vehículos eléctricos, baterías, paneles solares y otras tecnologías sostenibles parecen multiplicarse a un ritmo que pocos pueden seguir.

En el fondo, lo que estamos presenciando no es simplemente otra política industrial, sino un cambio de paradigma profundo. En ese marco, el coche eléctrico, sin lugar a dudas, es el buque insignia de esta conquista. Marcas como BYD, Geely y Chery no sólo dominan los titulares de la industria automotriz, sino que están en plena ofensiva global con fábricas en Asia, Europa y América Latina.

Pero ¿Cuál es la razón detrás de este frenesí? Primero, China necesita diversificar sus mercados ante la sobrecapacidad de producción interna, donde se calcula que sólo una fracción de las empresas sobrevivirá en la década. Segundo, la creación de fábricas en el extranjero se perfila como una forma inteligente de esquivar los aranceles impuestos por Occidente.

Es aquí donde el conflicto latente con la Unión Europea y Estados Unidos cobra protagonismo. La saturación de productos chinos ha levantado barreras comerciales que China ahora busca superar con una estrategia tan sencilla como efectiva: producir localmente. Al hacerlo, no sólo elude las restricciones arancelarias, sino que se presenta como una oportunidad para generar empleo y transferir tecnología, lo que suaviza el rechazo inicial de las economías occidentales. Pero esta expansión, por muy atractiva que pueda parecer en términos de inversión y desarrollo tecnológico, tiene un trasfondo geopolítico que no podemos ignorar.

Con cada planta que se instala, China redibuja el mapa de sus alianzas. África, Latinoamérica, el Sudeste Asiático y Europa ya son testigos de ello. Sin embargo, la expansión china no será un camino libre de obstáculos. Los aranceles impuestos por la Unión Europea y Estados Unidos son un claro indicio de que Occidente no está dispuesto a ceder fácilmente.

El desenlace de esta historia aún está por escribirse, pero lo que es evidente es que China está jugando a largo plazo. Su estrategia de expansión verde no sólo es una respuesta a las limitaciones internas de su economía, sino una clara apuesta por consolidarse como líder global en un sector que definirá las próximas décadas.

En cualquier caso, lo que estamos presenciando es mucho más que una mera inversión extranjera: es una manifestación clara de las intenciones de Pekín de consolidar su posición no sólo como un gigante económico, sino como un verdadero arquitecto de la nueva economía verde global. Y en esa construcción, todos los jugadores tendrán que ajustar sus piezas si no quieren quedar relegados a un papel secundario.

 

Consultor y profesor universitario

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