Retrato de la novelista cubana Elaine Vilar en la capital mexicana.
Foto: Demian García. Retrato de la novelista cubana Elaine Vilar en la capital mexicana.  

Hace algunos días que Elaine Vilar Madruga (La Habana, 1989) llegó a México. Ha estado en un ir y venir antológico porque dos de sus novelas, La tiranía de las moscas con la novísima Polilla Editorial y El cielo de la selva con Elefanta Editorial, acaban de publicarse en el país. Es una coincidencia como pocas, lograda, acaso, por la mirada atinada de estas dos editoriales mexicanas independientes que han apostado por publicar a una de las mejores narradoras cubanas de este siglo.

Antes de todo ese laburo que estaba por acumularse entre ferias de libro, presentaciones, clubes de lectura, talleres y conversaciones, nos reunimos para platicar sobre su literatura en un café cerca del centro de la ciudad. Entonces, como consecuencia natural, aquí la charla a propósito de El cielo de la selva.

EL LENGUAJE COMO ORIGEN E IDENTIDAD

Tras intentar comprender la industria editorial, elogiar sin decoro a algunas editoriales independientes (Lava, Barrett, Polilla y Elefanta), recordar particularidades del lenguaje de libros como Panza de burro, Miseria y Temporada de huracanes y reconocer en los traductores anglosajones la pericia para traducir obras como las antes mencionadas, hubo que remitirnos al origen de El cielo de la selva.

― ¿Cómo empezaste a escribir esta novela?

― Hay muchas cosas. Podríamos decir que, si fuera un tejido, hay muchos hilos que componen ese tejido. Vamos a hablar de un primer hilo, que es la historia de mi bisabuela, a quien le dedico el libro, junto a mis tías que decidieron no parir. En el caso de ella, yo conocía un poco de su historia, pero era una historia edulcorada, dulcificada un poco por el paso de los años, contada desde el amor de los hijos que obviaban algunas partes dolorosas o teñían otras. Pero de repente, esa historia de mi bisabuela se revela en toda su furia, en todo su ardor, en todo su contenido de fiera gracias a que mi abuela empieza a contar las historias familiares de hace muy pocos años hacia acá.

Desde entonces, acaso como revelación, confiesa que ha entendido mejor de dónde viene y hacía dónde va. Pero no sólo ella, sino también su escritura. Todo gracias al retrato de esa genealogía, a todo ese pasado al fin descubierto. “Ese primer hilo habla de la memoria de las ancestras”, indica.

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―Yo digo que el libro no es sólo un artefacto espinoso ­―dice volviendo a la reflexión―, sino también una pala que busca escarbar en la tierra donde nos enterraron las historias de las abuelas y las bisabuelas, donde nos dijeron: “Esto no se toca, este dolor es mejor dejarlo enterrado para que no contamine a la familia”. Y en ese sentido siento que un poco uno hace el trabajo de sapeador, que levanta la bomba y desarticula el mecanismo, pero entendiendo el mecanismo de relojería: que ese mismo puede ser una bomba, un libro o una historia familiar.

Para el segundo hilo de esta hebra, la también autora de Salomé (Pollera Ediciones) dice que existió “la intención del recuerdo y de la memoria”:

―La novela comienza con una escena en que los nenes están todos aterrorizados porque esa vieja, que además estaba desnuda, como demente casi, loca, caminando por las tablas podridas de la casa esperando algo, que es un latido rojo dentro de la selva. Esa es una memoria de mi infancia, de cuando los primitos nos reunimos en la casa de mi bisabuela materna y nos portábamos muy mal y esperábamos con terror que vinieran los adultos a regañarnos. Es como una imagen de la memoria emotiva ―espeta―, obvio no había selva, no había nada de esto, pero forma parte de la memoria emotiva: cómo los niños pueden articular un lenguaje del horror desde los más pequeños actos que pueda cometer o que pueda hacer un adulto, desde esa posición de superioridad. Esa violencia sobre los cuerpos infantiles, esa violencia sobre cuerpos que consideramos subalternos a nosotros como adultos o que están subordinados a nosotros como adultos.

LA MATERNIDAD Y ROMINA ENTRE LA SELVA

―Quería contar una historia desde el miedo a la maternidad ―agrega, como otro más de los hilos―. El miedo que la maternidad provoca. Yo digo que las historias más terribles de horror que yo he escuchado en mí vida, es cuando un grupo de mujeres se reúnen a contar sus experiencias de parto y de cómo llegaron a ser madres, no sólo por la violencia que tiene el propio acto, sino la manera en que se infringe desde los hospitales, desde las instituciones.

Elaine va tejiendo sus hilos entre el ruido estruendoso de las máquinas de café, esas que adornan, son sus efectos de sonido, la historia que se está contando. Ella no es madre, pero se ve atravesada por todo lo que implica serlo. Es por las historias que le han contado, aunque no se cuenten como deberían, pues piensa que siempre intentan (o intentamos) darle un halo de dulzura a ese horror natural. “Por eso estamos tan mal como humanidad”, espeta con severidad, “lo consideramos como una época súper edulcorada, magnífica y santificada de la vida de la mujer, y no deja de ser hermoso, pero de las maternidades terribles y las maternidades deseadas se habla poco. Poco y mal, casi siempre satanizado”.

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Pese a que Vilar Madruga pensó que aquello iba de ciencia ficción y de cuando en cuando algo de terror, cuando apareció en la historia el personaje de Romina, todo se fue por un camino distinto. Sacudió todo, por completo.

―La selva iba hacia un lado y de repente ―hace Elaine un ademán al acordarse de Romina― caminó hacia el otro. Creo que Romina, y lo digo siempre, es mi parteaguas: es el personaje que me cambia la vida del texto. Me obligó también a mirar otras realidades, una supuestamente ajena a la selva y que nos atraviesa a toda Latinoamérica, que es la realidad de las mujeres subalternas, de las putas, de las personas con un estado de drogadicción o consumo de sustancias, muchas veces obligadas a hacerlo. De las personas que están atrapadas dentro de guerras civiles o de conflictos armados, o de los propios conflictos que generan los narcos, y que la gente está justo en el centro.

LA INFILTRACIÓN DEL PODER

―Tocas muchos temas ―menciono―, pero encuentro que todo está supeditado por el poder. Parece ser este el tema central.

―A mí me interesa mucho el poder, y me interesa mucho el abuso del poder. Me interesa lo dictatorial; en ambas novelas hablo de dictaduras ­―recuerda―.

(“Dictaduras políticas y dictaduras domésticas”, señala ella misma. En La tiranía… “un padre que era un tiranucho venido a menos, cae en desgracia en el gobierno y se convierte en el gran tirano de la casa, o pretende serlo” y en el caso de El cielo… “la tiranía de un grupo de adultos sobre unos niños”. Es decir: “la tiranía del miedo en todos casos”. Junto al poder, el miedo. Un miedo “que nos tiraniza, nos coloniza”, espeta.)

―En ambos textos ­―detalla―, el miedo es como una constante de todos los personajes, y casi todas sus acciones están justificadas por ese miedo que los rige. Entonces, sí: el poder visto como esta pequeña jaula en la que los personajes se están moviendo. Si lo llamáramos así, sería como una especie de experimento de científica loca que va diciéndole a estos animales racionales de la historia: “de esta jaula no puedes escapar”.

EL TEATRO, O LEER CON TODO EL CUERPO

El cielo de la selva es un libro que se lee con todo el cuerpo. Existe, en muchos momentos, la necesidad de oler, de embarrarse con las páginas, de sentir con las palmas de las manos la suerte de imágenes que se construyen. Hay un poder, acaso distinto, que emana de la escritura de Elaine. Ella lo atribuye al teatro, que es de donde viene.

―Creo que tiene que ver con el teatro, con mi comprensión de cómo funciona el arte. Yo vengo de la música, mi primera profesión, pero luego llegué al teatro muy joven y estudié dramaturgia, y cuando tú la estudias, de alguna forma llegas a actuar, o dirigir, o generalmente las dos cosas ―dice entre risas―. El teatro me ayudó a entender de qué manera yo quería escribir narrativa, y yo quería escribir una narrativa de los sentidos.

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Todo ello puede conseguirse, dice ella, si uno se da cuenta de que la literatura “no es plana y métrica, de que la literatura es el lugar donde tu sensorialidad como espectador, y la mía, como lectora, se encuentran y nos ponemos a friccionar”.

A partir de ello, o a propósito de ello, sabe que sus libros no son cómodos. Pero disfruta que no lo sean, pues los ha escrito con total intención así sea:

“Me gusta que no sean cómodos, me gusta que la gente diga que le movió, le molesto, que lo tuvo que tirar contra la pared, lo tuve que dejar un rato porque no podía. Porque me doy cuenta de que ahí, de alguna forma, tus sentidos han estado involucrados. Y eso, si nos remitimos al teatro, es romper la cuarta pared”.

Es en el teatro ―piensa también Elaine―, donde todos nos travestimos. Se cuela entre nuestra dermis ese ente andrógino. Esa profundidad que ella llama “androginia textual”, es lo que la deja auscultar en los recovecos de cualquier especie, sin demeritar o poner más alto a mujeres que a hombres, o viceversa. Pensar desde ahí es romper todas las limitantes, “más en lo que nos une que en lo que nos separa”.

LA LITERATURA COMO UN JUEGO

A la hora de contar una historia es altamente probable que nos enfrentemos ante algo que ya ha sido contado. Sin embargo, la narradora cubana considera que lo importante es cómo lo contamos, con qué grado de seriedad lo tomamos, a qué nos remitimos como referentes.

― A mí nunca me ha gustado sentir que la literatura es un peso ―reflexiona­―, porque para mí siempre es un juego. Escribo desde que tengo uso de conciencia. Cuando no sabía escribir, le contaba cuentos inventados a mi abuela, o tenía libros estos de adultos que tenían dos o tres ilustraciones y con ellas me contaba cuentos. Y ese juego devino después en un juego muy serio. Yo no quisiera nunca que dejara de ser un juego para mí: yo quiero jugar con las palabras, quiero jugar con las historias, no quiero sentirme con el peso de que esto que tengo que escribir tiene que vender o tiene que ser llevado al cine o tiene que ser un éxito de ventas.

Quiero despojarme de todas esas cosas en la medida de lo posible”, confiesa finalmente. Pero sabe que hay cosas que importan y que tienen peso. No son pues asuntos excluyentes:

“A mí lo que me interesa, sobre todo, es que ese instante, hermoso y terrible que yo paso en el proceso de la escritura, sea también un instante hermoso y terrible y hasta ligeramente placentero para la gente que pueda leer mi literatura”.

ELEGIR LA TIERRA

― ¿Por qué elegir la tierra, la selva, en lugar de algo más…?

― Polvo eres y en polvo regresarás ―recuerda antes de ahondar―. Para mí sí fue un riesgo: yo soy cubana, soy además una mujer urbana, conozco casi todo mi país, pero he vivido sólo en La Habana. Y en Cuba no hay selva, obvio, hay monte. ¿Qué voy a saber yo de una selva? Yo conozco de isla, conozco de mar, de la claustrofobia del mar por todos lados. No conozco de selva, no tengo ni idea. Ahí la investigación me ayudó muchísimo, el montón de libros, cuentos o novelas, que hablan también sobre la selva.

(Pese a toda cavilación, lo que le hace mella en la mente y en la memoria es la relación del ser humano con la tierra. “La relación con ese agujero madre, al cual vamos a terminar durmiendo, ahí, en algún momento, todos, al menos en ceniza, ese espacio que nos es común a todos nosotros, ese espacio que nos traiciona”, reflexiona. Entonces recuerda esta nueva novela que está escribiendo, que habla precisamente sobre la tierra como una tumba. Hemos de leerla, con suerte, el año que viene.)

EL DERECHO A LA FURIA

―Yo creo que se nos negó el derecho a la furia durante mucho tiempo ―elucubra­―. Se nos decía: “no puedes estar furiosa”, “el terreno de la mujer es aceptar y callar”, “calladita te ves más bonita”, “los trapitos sucios se lavan en casa”, “que nadie vea los dolores de la familia”. Al final son mecanismos superinteligentes de opresión, para hacernos subalternas y para hacernos callar, entonces… A mí me encanta gritar. Y creo que cuando, durante siglos o milenios te ponen una mordaza, el día que te la puedes quitar de la boca, tú gritas, porque imagínate todo lo que tienes por dentro, imagínate cuántos milenios de silencio tiene una dentro de la boca, que no son mis silencios, pero son los silencios heredados que vienen detrás de mí.

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Reconstruye entonces la imagen. Sus abuelas no pudieron gritar. Sus bisabuelas y tatarabuelas, mucho menos. Siente entonces la necesidad, pues no sabe si es deber, “de gritar por ellas, por mí, y de gritar por un montón de mujeres”. Porque esto no es algo que deje de pasar. En su frontalidad, Elaine dice: “mientras nosotros tenemos el privilegio de estar hablando de literatura, aquello está pasándole a un montón de mujeres y niñas en el mismo que no pueden alzar la voz”.

―Yo no me siento la voz de nadie ni me atrevo a ocupar el lugar de la voz de nadie―concluye con intensidad―, pero sí siento que es importante no quedarme callada. Y dentro de no quedarme callada, yo creo que para que nos escuchen en los tiempos actuales hay que gritar. Y llegará un momento en que no sea necesario gritar, yo espero, tengo la fe. Pero de momento me parece que sí es importante reclamar ese derecho a la furia.