La dinastía Al Asad, que gobernó Siria durante más de cinco décadas, cayó tras una ofensiva liderada por la coalición islamista Hayat Tahrir al Sham (HTS). Bashar al Asad, quien dirigió el país desde el año 2000 tras suceder a su padre, Hafez al Asad, abandonó Damasco rumbo a Moscú, donde se le concedió asilo humanitario.
La operación, lanzada el 27 de noviembre desde Idlib, marcó el fin de una era caracterizada por la represión y un conflicto civil que dejó casi medio millón de muertos desde 2011. Según el Observatorio Sirio de Derechos Humanos (OSDH), más de 900 personas, incluidos 138 civiles, murieron en esta última ofensiva. El régimen de Al Asad, sostenido por años gracias al apoyo de Rusia e Irán, fue incapaz de resistir el avance rebelde que culminó con la entrada en Damasco.
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Multitudes de sirios salieron a las calles para celebrar. Monumentos de la dinastía Al Asad fueron derribados mientras los combatientes exclamaban: “¡Siria es nuestra, no de la familia Al Asad!”. En la icónica plaza de los Omeyas, disparos al aire y cantos reflejaron el júbilo popular.
Desde Moscú, Rusia confirmó la llegada de Al Asad y su familia, al asegurar que las bases militares y diplomáticas rusas en Siria estarían protegidas. El Kremlin instó a una transición pacífica bajo los auspicios de la ONU.
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El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, calificó la caída de Al Asad como una “oportunidad histórica”, aunque advirtió sobre los antecedentes extremistas de algunos grupos insurgentes. Naciones Unidas pidió evitar más violencia en esta etapa crítica, mientras que la Unión Europea destacó el fin de una “cruel dictadura”. Turquía y Arabia Saudita enfatizaron la necesidad de evitar que el país caiga en el caos.
Israel celebró el derrocamiento de quien consideraba un “eslabón del eje del mal”, pero intensificó los ataques contra posiciones sirias y de sus aliados iraníes en la región.
A pesar del optimismo de algunos sectores, el desafío de reconstruir Siria es monumental. Las profundas divisiones étnicas, religiosas y políticas, exacerbadas por el conflicto, dificultan una transición estable. Además, la presencia de múltiples actores internacionales con agendas divergentes amenaza con prolongar la inestabilidad.