Estoy harto. Debo confesarles que estoy harto de la clase política española. Y eso ha desembocado en un nihilismo en el que no quería caer.

 

Sigue habiendo una corrupción campante por las manos de miembros de partidos, por sedes de las fuerzas políticas, donde en su interior se han repartido sobres, sobresueldos, canonjías y amistades.

 

En las comunidades autónomas ha pasado algo parecido. En Andalucía, por ejemplo, centenares de políticos, sindicalistas y hasta antiguos presidentes de dicha comunidad han estado manoseando emolumentos que iban destinados a personas sin empleo y que se “desviaron” a otros fondos menos –vamos a decir- nobles.

 

Pero podría seguir y seguir con casos, y casos y más casos de corrupción que hoy ya se encuentran en los tribunales. Claro, muy pocos. La mayoría son nombres de operaciones policiales que quedan en eso, en nombres criptogramáticos, pero que no llegan a ningún juicio. Esos centenares de cargos públicos pasan inadvertidos, casi inmaculados, pero con un capital que no hubieran podido hacer si no fuera porque se dedican al “servicio público”. La verdad es que para muchos de ellos es tan sólo un eufemismo.

 

Pero además de la corrupción, me veo en unas terceras selecciones. Ningún político es lo suficiente generoso como para apoyar a un líder y así empezar una legislatura como Dios manda. Ninguno tiene altura de mira de Estado.

 

Y, ¿sabes por qué no la tienen, querido lector? Porque nadie está dispuesto a perder la silla del poder; porque la mayoría de los 350 diputados del Parlamento español no saben hacer otra cosa o porque desde su tribuna consiguen todo de una manera más fácil. A eso no están dispuestos a renunciar.

 

Me veo, ya no a unas terceras selecciones. Si seguimos por este camino, veo unas cuartas, unas quintas o las que sean necesarias –a pesar de que Europa nos ponga la cara colorada- con tal de que los que quieren llegar al poder, lo consigan. Y eso a costa de quien sea. Les da igual dejar a miles de víctimas por el camino. Ellos miran por ellos y por nadie más.

 

Después de tantos años de ser un observador de lo que acontece en el mundo, especialmente en España, he pasado por varios estadios.

 

Comencé por una preocupación que se iba acrecentando a medida que la ciudadanía se empobrecía y nuestros queridos políticos se miraban sus ombligos. La preocupación se convirtió en enojo, y éste, en rabia.

 

Pasaba el tiempo y la rabia mutó en desesperación. Ésta se fue convirtiendo en una crisálida de displicencia.

 

Y entonces llegó la incredulidad al ver cómo luchaban unos contra otros, a navajazo limpio, por su puesto político que siempre pensaron que sería vitalicio.

 

De ahí pasé a un grado superior, en una mezcla de todos esos sentimientos acumulados y de ninguno al mismo tiempo.

 

Hoy han conseguido lo que querían. Hoy ya no puedo creer en ninguno. Me he convertido en un nihilista que sólo cree en lo que ve, un epistemiólogo que ha perdido la ilusión por la política que opera en España.

 

Y, ¿al final? Al final el hartazgo silente, latente que ya no busca respuestas ni preguntas; un cansancio que me conduce a la melancolía, ésa que sobrevuela por una parte de la sociedad queriendo ver un mundo mejor que sí es posible, pero no con los políticos que tenemos.