Donald Trump es como los grilletes que les ponen a los detenidos. Cuanto más aferradas están, más les duelen y menos hablan.
Cuando quedan algo más de dos semanas para que los ciudadanos estadunidenses acudan a votar para saber quién será el próximo Presidente del todavía país más poderoso del mundo, el resto de la opinión pública mundial está aguantando la respiración.
Y lo hacemos porque la sola posibilidad de pensar que el personaje güero y maleducado pudiera convertirse en el próximo mandatario de ese país es para echarse a temblar.
Pero ya no sólo eso. El mero hecho de que el personaje en cuestión haya llegado tan lejos en su carrera política, demuestra que algo no va bien. Ha llegado muy arriba, tanto que acaricia la Presidencia de la Casa Blanca.
Todo ello lo ha hecho con insultos, exabruptos, frases extemporáneas, ordinarieces que contravienen, ya no el mínimo de decencia política, sino las normas más elementales de cualquier ciudadano que se precia de ser eso, ciudadano.
No sólo me preocupa que pudiera ganar, aunque empiezo a pensar que eso es algo que cada vez lo tiene más difícil. Lo realmente preocupante es que, durante más de un año, ha estado descalificando a humanidad y media mientras su electorado, lejos de castigarle, le ha premiado.
No puedo olvidar la primera vez que le escuché una barbaridad de las suyas. No puedo olvidar la primera vez que le vi tomar un micrófono. Se trata de algo muy serio y que infunde mucho respeto, aunque el personaje no sabe el contenido del adjetivo. Lo tomó con la virulencia propia del desequilibrio. El personaje expuso que si sacara un revólver en la Quinta Avenida de Nueva York y matara a varias personas, la gente seguiría votando por él. Me quedé con la boca abierta y el alma encogida, mientras el individuo enchuecaba sus comisuras y colocaba las manos frente al atril afianzando su mensaje.
Fue en ese momento cuando pensé que jamás llegaría ni tan lejos en la política ni mucho menos podía olisquear el poder en la Casa Blanca.
Pero mi sorpresa fue que sí; que a pesar de sus escándalos sexuales, sus manos demasiado largas, de su incontinencia verbal, de su verborrea vejatoria, de sus frases de mal gusto, de sus negocios turbios y de tantos adornos que tiene en su currículum, una parte importante del electorado le es fiel. Es de una fidelidad inquebrantable.
Entonces acudí también al espectáculo del circo, donde se mofa de los discapacitados y le ríen la gracia, sabiéndose los que le votan con la misma capacidad intelectual que el personaje. Recuerdo también al joven obeso o a la mujer a la que expulsó porque su bebé no paraba de llorar.
Pero entonces, una masa enfervorecida le reía y le ríe la gracieta de payaso; esas que carecen de contenido y que sólo son eso: gracietas sin chiste.
Así es el personaje. Lo único malo es que en escasas dos semanas, el bufón de la Corte puede convertirse en Rey. Ésas son las paradojas. Para ser Rey hay que saber, estudiar, empaparse, bucear en los libros y nadar sobre ellos. Lo malo es que los bufones no tienen ni idea de nada de eso, y un bufón con poder puede ser muy peligroso.