Se me ocurren algunas buenas razones para oponerse a que crezca y termine de institucionalizarse el carnaval por el Día de Muertos que vimos desfilar esta semana por las avenidas chilangas. De entrada, pagaría oro a cambio de no volver a ver algunos de los destellos kitsch que hicieron pasarela frente a nuestros ojos, irritantes ya en Spectre, la película de Bond en que se inspiraron. Y no obstante –disculparán–, le doy la razón a Mancera. Me parece que el carnaval merece perdurar, por varias razones.

 

La primera es que señala un uso sano de los espacios comunes. Si el desfile efectivamente provocó alegría en los ciudadanos, si los puso a convivir armoniosamente en esa parcela de la ciudad que nos pertenece a todos, si ayudó a romper la monotonía, bienvenido. Malos esos otros usos que dan las autoridades a los espacios públicos, o que avalan por desidia o corrupción o inoperancia: los microbuses asesinos, el ambulantaje impune, el cobro de derecho de piso por funcionarios delegacionales intolerables, el narcomenudeo y el antro semi legal.

 

La segunda razón es justamente la que no usó el jefe de Gobierno, la misma que ha puesto a algunos puristas de la tradición en pie de guerra. El carnaval merece perdurar porque no es parte de la tradición capitalina, y porque no refleja eso que muchos entienden como nuestro folclor. Me parece magnífico que Mixquic y Pátzcuaro mantengan ese grado de apego de lo ceremonial al pasado, y aun así me juego doble contra sencillo a que la tradición ahí ha cambiado ininterrumpidamente, de forma inevitable.

 

Porque la verdadera tradición, aquí y donde sea, es viva, mutable, influenciable. Hay que desterrar la idea de lo tradicional como aquello que debe mantenerse congelado en el tiempo, como en un museo. Y voy más lejos: el carnaval –volteen al de Río– debe desafiar constantemente sus inercias, romper con el pasado. Porque un carnaval es inevitablemente una fiesta que nos refleja en nuestra complejidad, en nuestras contradicciones, en nuestro coqueteo con lo de fuera. El carnaval chilango debe reflejar, pues, la naturaleza complicadísima y variopinta de una ciudad como la nuestra, rabiosamente contemporánea y abierta de ojos al mundo. Cosmopolita. Las tradiciones más antiguas, lo “originario”, con perdón, es apenas un fragmento de nuestro espíritu complejo y mestizo.

 

Así que estoy con el jefe de Gobierno por razones que no le gustarán: porque esta vez voy contra la tradición.

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