La historia de la humanidad ha atravesado por momentos tan sensibles que tuvieron que darse giros radicales e implementar modos de pensamiento antitéticos para no hacer que la propia historia zozobrara en el averno del olvido.
La Edad Medieval fue tan larga como tediosa. El pueblo se diezmaba ante unos señores feudales y un Dios omnímodo y oscuro. Era tan oscuro como aquella sociedad que vivió casi mil años de manera estática, evolucionando mucho más despacio que el propio tiempo.
Pero llegó el Renacimiento y dio luz a las sombras. Lo mismo que el Neoclasicismo ante dos siglos barrocos emponzoñados por la corrupción, la autarquía y esclavitud.
Por eso hizo falta una convulsión; tal vez la primera convulsión global. Se trató de la Revolución Francesa que nació con el fin de sacudir la conciencia de la sociedad para que todo retornara a su estado natural.
La Primera y la Segunda Guerras Mundiales colocaron a la comunidad internacional al borde del desfiladero; sólo que en ambos casos había una red para evitar que la caída fuese mortal. Sin embargo, especialmente la segunda Gran Guerra dio un primer aviso de que el mundo caminaba por el camino equivocado.
Pero desde aquel 1945, que terminó la guerra hasta hoy, hemos caminado por un alambre sin red ni arnés. Y lo malo es que los vientos que soplan son cada vez más potentes y corremos un riesgo serio de caernos.
La vida superflua y fácil, el acceso a las informaciones más delicadas de Internet, la falta de referente y líderes, la impunidad de las élites y las corruptelas, la desestructuración familiar como núcleo familiar, la rapidez de la vida condensada en el tiempo, los excesos y manoseos de la libertad y democracia, los falsos populismos que nacen en Europa, la victoria de Donald Trump en EU y pronto en otros países, la banalización de la existencia del ser humano, la esclavitud a las ilimitadas aplicaciones y tecnología, la falta de interacción humana y de su degeneración al egoísmo, la ausencia de comunicación entre padres e hijos, la brecha entre ricos y pobres y tantos tópicos más representan una bomba de relojería que puede estallar en cualquier momento.
A todo ello no le sumamos los problemas energéticos, casi irresolubles, como el agua, el petróleo, la capa de ozono, la deforestación y sigue sin un final que se deslumbre con claridad; más bien con la opacidad de la ceguera.
Llegado a este punto de casi no retorno, no visualizo ninguna solución a estos problemas que nos competen a todos y a cada uno de los seres humanos que formamos parte de la aldea global y común.
Sólo he visto uno y es que la sociedad global cambiara desde sus entrañas y simuladamente, desde arriba, allá donde se encuentran los líderes y las organizaciones políticas.
Si seguimos por el proceloso mundo de la política, ortodoxa, deberíamos entonces de buscar a líderes, que nos representaran de verdad. Pero sobre todo líderes que fueran auténticos conocedores de lo que traen entre manos.
Por ejemplo: los ministros deberían ser profesionales de sus diferentes carteras. En Agricultura tendría que estar un ingeniero agrónomo; en Deporte, un deportista experimentado de élite; en Salud, un doctor de prestigio; en Gobernación, un veterano de guerra y en Defensa, un Premio Nobel de la Paz, pero uno de verdad y no los que últimamente premia la Academia.
Sin embargo, lo que nos encontramos son amigos de la infancia o amistades que se han hecho por el camino o sujetos a los que se les debe favores o individuos premiados por no haber hecho nada –más allá de decir lo bueno que es el jefe o sencillamente ineptos de libro que estuvieron en el sitio oportuno en el momento correcto.
Puede parecer una idea demagógica o utópica, querido lector. Lo sé. Pero, si no damos pistas para despertar a la sociedad, tardaremos muy pocos años, ahora sí, en caer en el precipicio del averno. Esta vez no habrá posibilidad ni de que instalen una red ni de que nadie nos rescate.