El 2016 dejó un mundo menos seguro de sí mismo. En muchos aspectos, hoy la vida se siente menos hospitalaria, más incierta e igual de cínica. Al parecer, no somos tan tolerantes como la democracia nos hizo creer, ni tan valientes como la posguerra nos aseguró que éramos. Pero –tal vez para reafirmar mi propia creencia, no lo sé- quiero empezar este año escribiendo sobre uno de los mayores enemigos de la siempre coja pero siempre caminante democracia liberal: el disfrazar la ignorancia de virtud.
En tiempos rupturistas nos quedan dos cosas: la violencia o la política. La primera surge de la ausencia de la segunda, pero ésta última requiere de un mínimo de conocimiento de sus ciudadanos y, sobre todo, de sus representantes –“conocimiento” entendido como una noción básica de la vida en sociedad y de algunos de sus componentes-.
En mayo pasado, cuando una victoria de Donald Trump parecía menos probable que una buena hamburguesa vegetariana, el presidente Obama les dijo a más de 12,000 graduados de la universidad Rutgers en Nueva Jersey, que “en la política y en la vida, la ignorancia no es una virtud”. La referencia a Trump fue tan obvia como innecesaria (CNN, 15/05/16). Pero, ¿por qué tuvo que aclarar lo evidente? Porque ya se había percatado del peligro latente: la ignorancia vendida como honestidad y ofertada como realismo confunde hasta al más inteligente, más aún si está enojado.
Implícitamente, Obama se refería a todas esas veces que Trump evitó un tema económico o político con bravuconerías y balbuceo antimexicano o antimusulmán. No saber de qué habla uno no es “desafiar la corrección política”, sino simplemente es “no saber de qué estás hablando”. Eso, según Obama, estaba confundiendo a los estadounidenses.
Hoy los “consultores políticos”, que ven todo en términos mercadológicos y no sociales, coinciden: Trump habló como la gente quería que hablase un gobernante. Entiendo a que se refieren pero rechazo rendirme ante esa visión de la política. Los prestidigitadores de la palabra te distraen para que luego les compres.
En materia de ignorancia, en México no salimos bien parados. Recientemente se publicó un estudio de la firma internacional Ipsos MORI. “Los peligros de la percepción 2016”, se titula –véase: http://bit.ly/2gAeYt0-, y abarcó 40 países incluyendo al nuestro. Se midió el conocimiento de la población en temas globales así como en características locales –tamaño poblacional, gasto gubernamental en servicios de salud, desigualdad económica, entre otras-. Con base en estas respuestas, Ipsos MORI generó un “índice de ignorancia”. De los 40 países, donde 1 es “el más ignorante” y 40 “el menos ignorante”, México se situó como el onceavo más desinformado. El poco honroso top cinco lo ocupan India, China, Taiwán, Sudáfrica y Estados Unidos.
Decía Camus en “La peste” que “el mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad”. En 2016, la desinformación provocó estragos y disrupciones a nivel mundial. En 2017, México debe atacar la ignorancia. No solo la educativa, por supuesto, pero hoy me refiero a la ignorancia político-social. Cuando se carece de ésta, toda realidad se distorsiona, todo diagnóstico se vicia y toda respuesta queda pendiente.
El péndulo siempre ha de regresar. Volverá el tiempo en el que la política sea un asunto digno y no una competencia de quien grita más fuerte. Pero en lo que llega, no podemos ser un país que no se reconoce frente al espejo.
Espero que tengan el mejor año de sus vidas.
@AlonsoTamez