“Conocerán la verdad y la verdad los hará libres”. Nunca me he considerado una persona religiosa; pero reconozco la amplitud de miras de esta frase bíblica. Bien escaso –y por lo mismo un bien preciado–, la verdad puede detonar rabia o felicidad, confusión o claridad, miedo o seguridad. Pero hay un dilema ético: la mentira puede lograr lo mismo.

 

 

Entender esto es entender que la verdad es una elección y, antes que eso, una postura ante la vida. Pienso que una de las medidas efectivas de un hombre o una mujer es en razón de su trato a la verdad: ¿la deja fluir, con los costos y ganancias que amerita, o le pone trabas y aprovecha la niebla? Les hablo de la verdad desde una creencia personal: quien no es verdadero con uno mismo no lo es con los demás y, por lo tanto, no debe ser líder.

 

 

Todos aquí aspiramos a regir o a incidir en los asuntos públicos. Pero pertenecer al partido más grande e importante de este país conlleva una serie de responsabilidades especiales: la mayor, serle franco a la gente. Claro que podemos hacer política con mentiras. Sería una menos comprometedora y más sencilla. Pero eso siempre ha sido materia de cobardes, y la política que transforma vidas y da soluciones jamás ha sido eso.

 

 

Hoy, pareciera que la política ha perdido disciplina. Las evidencias, los datos y la experiencia han perdido espacio frente a la estridencia política. Hoy, es más redituable opinar que sustentar; gritar más que el otro y polemizar más que todos. Cuando el lenguaje sin examen es rey, la precisión se diluye, el compromiso se nubla y el espacio para la injusticia crece. Octavio Paz alguna vez escribió que “la mucha luz es como la mucha sombra: no deja ver la mirada interior”. Justo así nos engaña la estridencia: nos da mucha luz, tanta que nos deslumbra.

 

 

Que el concepto posverdad se instalara en la opinión pública no fue casualidad. El ambiente la volvió un triste recordatorio de que a veces, en política, la verdad es opcional. Y así fue como se normalizó el mentirle a la gente desde el poder público –en el PRI, jamás debemos normalizar eso–. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de posverdad? Cuando los chantajes emocionales o las creencias personales influyen más en la opinión pública que los hechos, ahí se está gestando la posverdad. Pero el peligro de ésta es mayor que el de una falsedad casual: implica desconectar casi totalmente el discurso político de la política pública, generando una grieta entre palabras escuchadas y acciones necesarias.

 

 

En un entorno así, el deber moral de PRI.mx está muy claro. Participar y ganar esta batalla por el lenguaje, pero haciéndolo con la responsabilidad que implica ser el más grande: siempre rechazando la calumnia, la desinformación y los mensajes de odio. Que quede claro: en la política –noble tarea cotidiana, como la entendía Reyes Heroles–, nunca habrá exceso de rigor; nunca habrá sobrada evidencia; nunca habrá demasiada verdad.

 

 

El internet, las redes y la conectividad, son democracia mejorada más no perfecta. Son nuevas extensiones de nuestros comportamientos sociales preexistentes. Y en un ambiente político en donde la evidencia empieza a perder su cualidad de necesaria, nuestra tarea no es replicar doctrina; es replicar verdades: tanto las agradables como las incómodas.

 
Por todo esto que les he dicho, sería una ironía si no les hablase de algo que considero una gran verdad: como partido, hay que cambiar más rápido, y hay que hacerlo juntos. La creciente fragmentación electoral plantea nuevos retos para el PRI. La nueva diversidad de opciones políticas amerita renovar nuestra oferta hacia fuera, sí, pero también, y primero, hacia dentro: es hora de transitar de un partido de sectores corporativos y de organizaciones a un partido de ciudadanos libres, cosa que nunca hemos sido del todo.

 

 

Y no creo equivocarme al decir que ello pasa por darle más poder al militante. Mayor autonomía y más decisión –no darle un espacio sino darle su lugar–, sobre todo en la elección de candidatos a puestos de elección popular. Cada vez somos más los que queremos acabar con ese anacronismo cultural-político. Si prácticas así no eran justificables hace décadas, hoy son indefendibles. Ese mismo modelo no sólo desanima las aspiraciones del priista común al hacerle sentir que “todo está arreglado”; sino que también, en más de una ocasión, ha engrosado las filas opositoras.

 

 

Democracia interna no como idealismo, no como eterna bandera disidente, sino como medida de justicia para con la militancia y como condición mínima para el salto al siglo XXI. Digo esto no desde un ánimo antisistémico; lo digo desde la verdad de la creciente competencia electoral. Nuestro partido es la organización política más grande de este país –eso no es poca cosa ni es poca responsabilidad– y no exagero al decir que reformar los eternos pendientes del priismo es, en cierta medida, reformar a México para bien.

 

 

Se los aseguro: nuestro trabajo siempre fomentará esa transición indispensable, esa nueva relación hacia fuera como hacia dentro; porque creemos en ella y porque sabemos que el futuro del PRI se juega en esos detalles. Ganaremos esta contienda (la gubernatura en el Estado de México) pero hay que ganarla bien: sin lastimar a nuestra democracia y con la verdad siempre por delante. Sin olvidar que antes que el PRI está y siempre estará México, les pido una cosa: seamos más revolucionarios y menos institucionales. Suena radical, pero no lo es. La crítica constructiva siempre ha sido la madre del progreso.

 

 

@AlonsoTamez

 

 

* Adaptación de mi discurso pronunciado ante militantes del PRI en el Estado de México, durante mi Toma de Protesta como presidente del Movimiento PRI.mx –coordinación del activismo digital partidista– en la entidad.