Las manifestaciones en Venezuela, hoy, son masivas, arrebatadas y sobre todo peligrosas: suman varios los muertos; abundan las imágenes de palizas, disparos, excesos con los lacrimógenos en 14 plazas del país. Desde luego, los muertos y heridos, básicamente, los pone la población civil, y los disparos la ya descaradamente salvaje Guardia Nacional Bolivariana.

 

Aun así, las manifestaciones no paran. ¿Qué pasa? Que reina la desesperación; que se extiende la conciencia de que ese país colapsó. Que no hay libertades, pero tampoco medicinas, comida, ropa o, inconcebiblemente, combustibles, en la eterna potencia petrolera. ¿Cuál es la explicación de fondo? Que el populismo a la chavista está cumpliendo el ciclo que cumplen todos los populismos. Que se vislumbra un final quién sabe si feliz, pero un final. Que aquello dio de sí. Y que va a costar sangre.

 

El ciclo aburre de tanto repetirse. El gobierno populista en turno llega al poder mediante elecciones, es decir, mediante los recursos de las democracias, y luego usa esos mismos recursos para modificar la Constitución y eternizarse en el poder. Por supuesto, lo que sigue es la devastación del orden democrático: la represión contra los medios, las bandas de “simpatizantes” que como representan a la mayoría tienen permiso de reprimir a las minorías, y luego la concentración estatal de todo, desde la producción y la economía hasta los órganos represivos, la educación o la distribución de alimentos y medicinas, en una lógica, sí, muy del viejo bolchevismo: la del Estado todopoderoso y todoabarcante.

 

La consecuencia es también siempre la misma: el colapso de la producción, la economía y la distribución, más el reinado de una corrupción sin contrapesos. Al final, desesperado, metido en sí mismo porque abrirse es exhibir su ineficiencia y su inmoralidad, el régimen se lanza sin matices a la represión.

 

Hay solidaridad internacional con el pueblo venezolano, sí: la OEA, el gobierno mexicano que se ha plantado, varios países europeos, incluso Trump. Hay voces lúcidas como las ha habido siempre, desde Vargas Llosa o Carlos Alberto Montaner hasta Alberto Barrera o Ibsen Martínez, que ayudan a entender y juzgar. Hay pues posibilidades de que las cosas cambien para mejor.

 

De momento, el daño está hecho: los muertos, el hambre, el desabasto, el discurso único, y los miles y miles de millones de dólares del petróleo que tiraron a la basura o se embolsaron los cleptómanos subnormales prohijados por el teniente coronel Hugo Chávez.
Ante eso, cabe sólo un lamento.