El lunes 3 de julio del año 2000, un día después de que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) perdió la elección presidencial frente al Partido Acción Nacional (PAN), comenzó a organizarse en las filas del partido derrotado un movimiento de renovación, remodelación, casi de refundación.

 
Lo primero que se les ocurrió a los promotores de aquella “operación cambio” fue rebautizar al PRI con un nuevo nombre que enterrara la memoria del fracaso electoral de su candidato presidencial Francisco Labastida Ochoa, el “Perfecto fracasado”, como lo calificó Vicente Fox. No prosperó en 2000 el intento de cambiar de nombre al PRI y tampoco prosperaron las ideas de cambio, que se quedaron en ideas sin aplicación práctica. Triunfó el conservadurismo priista después del tsunami electoral.

 
Seis años después, el domingo 2 de julio de 2006, el PAN volvió a aplicarle la misma dosis al PRI y hundió en el tercer lugar de las votaciones al candidato Roberto Madrazo. Una vez más, como en 2000, en 2006 surgieron los “modernizadores” que exigían el cambio, no de usos y costumbres, sino de nombre. Pero una vez más se impusieron los conservadores. El PRI mantuvo su nombre, pero también conservó intocadas sus alquimias, malabarismos y astucias, en espera de tiempos mejores, en espera de que el gobierno panista cayera bajo el peso de sus propias ineptitudes.

 
El conservadurismo priista se sentó en la entrada de su casa para ver pasar el cadáver de su enemigo político, lo que ocurrió en 2012, con el regreso del PRI a la Presidencia de la República.

 
Pero ya con el triunfo en la mano, el PRI siguió siendo el mismo de 2006, de 2000 y de antes. ¿Cambiar, para qué?, se preguntaron los conservadores priistas. Hoy, cuando prácticamente la ven perdida para 2018, surge la misma inquietud. “Cambiamos o nos cambian”, afirma, por ejemplo, el titular de la inexistente Confederación Nacional de Organizaciones Populares, Arturo Zamora. Otros insisten en “ir a fondo”. No hay que cambiarle el nombre al partido, lo que se requiere cambiar es el régimen político, crear uno nuevo porque el que tenemos ya se agotó, sugiere Manlio Fabio Beltrones, quien creció en ese viejo sistema donde construyó una sólida y duradera trayectoria política, siempre en posiciones relevantes y siempre en ascenso, hasta que se hizo cargo del Comité Ejecutivo Nacional del PRI y quien cargó con la estrepitosa derrota de su partido en las elecciones del año pasado.

 
Antes de estos dos últimos acontecimientos, los priistas conservadores festejaban tener líderes que, como Beltrones, conocían a fondo los usos y costumbres del poder; las intrincadas mecánicas de los partidos políticos y los oscuros recovecos de la administración pública. Líderes que distinguían a la perfección la diferencia entre “ilusiones políticas” y “obsesiones políticas”; que sabían el qué, quién, cómo, dónde y por qué de las actividades políticas, y que, fundamentalmente, conocían el cuándo: cuándo es oportuno, necesario y eficaz que un político entre en acción abierta. En otras palabras, que conocían y respetaban el valor de los tiempos, hoy tan devaluados por aprendices de políticos: acelerados, entusiastas sin objetivos, rebeldes sin causa, bisoños que se trepan a un ladrillo y los ataca el vértigo de altura.

 
Hoy piden el cambio, no del PRI, sino del sistema político mexicano que, dicen, ya no sirve para los tiempos actuales.
¡Al diablo el conservadurismo, pues!