¡Ya está bien, señor Maduro! Y sé que tildándole de señor, me demerito.
Un señor, un hombre se viste por los pies, busca el consenso, predica la paz social, reivindica la justicia y la igualdad. Un hombre pleno –y más si se dedica al oficio del servicio al ciudadano, a la política- busca el interés general y conoce el verdadero significado de la palabra libertad.
Por eso, ya está bien de disfraces y de revolucionarios bolivarianos de salón; ya está bien de esa izquierda que dice adjetivarse progresista, mientras tiene al pueblo venezolano muerto de hambre, sin alimentos, con supermercados abiertos al público, pero vacíos de existencias. No es posible que en pleno siglo XXI no existan los medicamentos más básicos en la rica Venezuela, donde el petróleo lo esquilma este personaje alto de estatura, pero pequeño, muy pequeño de miras.
Sobre su conciencia –de la que adolece como todos los tiranos– hay centenares, tal vez miles de muertos, de heridos, de pobres a los que han diezmado aún más, mientras Maduro escucha al pajarito que dice que representa el espíritu de Hugo Chávez y le dicta lo que tiene que hacer. ¿Qué se puede esperar de un camionero que dice que hay cinco puntos cardinales? Claro, para mandar valen todos, incluso el camionero; mucho más cuando lo hace desde la represión y no a partir del juego democrático donde un señor sabe reconocer su derrota.
Lo que pasó este domingo fue un acto de dignidad y valentía de la ciudadanía venezolana. Fueron a votar masivamente para decirle a Nicolás Maduro y a sus esbirros que están en contra de su reforma constituyente. Porque aunque su necedad es lapidaria, conoce los caminos para obtener los poderes plenipotenciarios y perpetuarse en el poder de manera vitalicia.
Pero no, ciudadano Maduro, no. Resulta que la ciudadanía venezolana está harta de estar harta; harta de pasar hambre, de no tener libertad, de que se le encarcele por miles por tan sólo pensar distinto, y si no, que se lo cuenten a Leopoldo López y a varios miles de personas que sufren torturas diarias o represiones cruentas en cualquier punto del país.
Los tres últimos meses han sido terribles. Sin embargo, el asalto al Parlamento, elegido por la soberanía popular, marcó una inflexión. La decisión de Maduro de mandar a sus filibusteros para golpear a los representantes del pueblo fue la primera pala de arena en la que se empezó a cavar su propia tumba.
Pero ahora el pueblo le ayuda a cavar no con palas, sino con excavadoras. El referéndum para decirle un no rotundo a su tiranía fue el seguimiento de una carrera a contrarreloj en contra de Nicolás Maduro.
La disidencia chavista cada vez es mayor y el Ejército también empieza a pasarse del lado de la verdad. Maduro tiene muchos acólitos entre las filas militares. Sin embargo, le han perdido el miedo, un miedo que vivía a caballo entre las canonjías que les otorgaba –y aún lo hace para que lo apoyen- y la extorsión para aquéllos que no secundan sus ideas.
Pero en la vida, todo tiene un principio y un final. Por mucho que Nicolás Maduro no se lo quiera creer, estamos leyendo el epílogo de la tragedia que han tenido que sufrir los hermanos venezolanos. Y él lo sabe, sabe que el tiempo corre en su contra y que más temprano que tarde se va a caer de ese pedestal de papel. Es tan frágil como él. Claro que como todos los tiranos mueren matando, pero también se esconden en sus madrigueras como ratas pusilánimes para que no les descubran. No hay más que recordar la turba que mató a Gadafi o el escondite de Saddam Hussein.
Los pasos de este camionero, que llegó a ser un tirano, no van muy descaminados. Eso o, bien, que alguno de sus compañeros de viaje, como Cuba o Irán, le den cobijo.
Es lo que tiene ser un tirano, que de la dictadura y la soberbia hacen todo un arte y se piensan inmortales. Pero no lo son. ¿Verdad, Nicolás?
caem