Cada afición demanda una llave diferente para abrir su corazón: algunos se rinden ante la fantasía, otros ante el derroche físico, unos se conforman ya con goles, ya con seriedad.
En el caso del West Ham, es difícil definirlo. Tan difícil como asimilar que la misma institución que siempre ha representado a la clase trabajadora londinense, a los estratos más marginales de esa capital, es la que ha producido a los jugadores que con mayor refinamiento defendieron la casaca inglesa –el listado no termina, de Bobby Moore en el título de 1966 a Frank Lampard en años recientes.
Otra paradoja, que el club basado en el bastión más inglés de esa capital, ese East End aferrado al dialecto en rimas cockney, al mismo tiempo se ubica en la zona más multicultural. En la calle Brick Lane, una iglesia protestante, que tornó en sinagoga judía, que pasó a capilla metodista, que hoy es una gran mezquita musulmana, resume la convulsa historia del este londinense. Hogar de todo quien había sido perseguido en otro país, primer refugio del inmigrante, cuna del box reglamentado (a todo esto, ahí nació Lennox Lewis), parajes marcados en la realidad por Jack el Destripador y en la ficción por Sweeney Todd, hacinamientos denunciados por Charles Dickens, esquinas con episodios medulares para que en años de extremismo la Gran Bretaña no sucumbiera ante la ultraderecha –una placa en Cable Street explica que en 1936 una manifestación de los fascistas de Oswald Mosley pretendía avanzar por ahí y sus habitantes no lo permitieron bajo el grito de They Shall Not Pass!
Tan entrañable como sufrida área, por siempre recelosa de la diferencia en condiciones de vida respecto al oeste de la ciudad, tiene en el West Ham una de sus principales reivindicaciones.
Los apodos Irons y Hammers recuerdan el origen en el trabajo en los muelles del Támesis, lo mismo que el logotipo. Tanto el castillo en la fachada de su viejo estadio como el nombre, Boleyn Ground, daban por cierta la leyenda de que por ahí vivió la polémica esposa del rey Enrique VIII, Ana Bolena. Las historias de reyertas con sus vecinos del Millwall datan al menos de 1906, virulenta enemistad a raíz del choque entre trabajadores portuarios de compañías distintas, de su falta de consenso sobre exigencias laborales. Y luego están sus rituales.
Quien vaya a ver jugar al West Ham se sorprenderá primero con el Fish and Chips más barato (y, si se desea, acompañado por curry), para después perderse en el canto preludio a cada partido, I´m forever blowing bubbles, pretty bubbles in the air, con burbujas saturando los aires.
Javier Hernández llega al West Ham en un momento cumbre. La transición del destartalado Boleyn Ground al suntuoso Olímpico de Londres 2012, ha sido fallida. Más cómodo y moderno, más espacioso y grande, pero la nostalgia fue el ingrediente primordial de la temporada pasada, pese a que una cancha se encuentra a pocos kilómetros de la otra.
Jugar fútbol en torno a los pasos eternizados por Usain Bolt y sobre la cancha que vio tamaño derroche de anglofilia en las ceremonias olímpicas, no termina de funcionar a los Hammers.
Por ello este verano se ha gastado muchísimo, porque si la mudanza moral habrá de consumarse, tiene que ser ahora.
Las burbujas continuarán en el aire, como los martillos en el escudo, como el habla cockney en las gradas, como la reivindicación de los menos afortunados en cada jugada, como la memoria del capitán Moore y el triple goleador en la final Geoff Hurst, cada que los demás clubes restrieguen su aridez en trofeos.
¿Cómo entrar al corazón de esa afición? Javier Hernández tiene la respuesta en su esencia: luchando cada balón como el último, representando con corazón a quien pagó un boleto, demostrando que la más visceral entrega no está peleada con el buen futbol, adueñándose, como millones de inmigrantes a través de la historia, de la excepcional historia del East End.
Twitter/albertolati
caem
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