Leo en Twitter a uno de los corresponsales estadounidenses en México hablar con admiración no sólo del valor y la generosidad de la población chilanga frente al terremoto, sino, dice, del hecho de que “todos parecen saber exactamente lo que tienen que hacer”. Es cierto. No es un fenómeno exclusivo de esta ciudad, por supuesto, pero los capitalinos hemos creado reflejos ante las desgracia naturales. Sí, es admirable.
Se ha dicho en abundancia y lo repito: no es normal que a pocos minutos del sismo, con las comunicaciones afectadas, sin luz en muchos casos, sin agua en otros, los vecinos estuvieran ya formados con donativos comprados en la tienda de la esquina, haciendo cadenas para levantar escombros, dirigiendo el tráfico por la falta de semáforos, consolando a sus vecinos en desgracia con una manta o una botella de agua.
No, no es un asunto de meros instintos, aunque esos también juegan. Tampoco se trata nada más de las estrategias de protección civil, que sin duda son necesarias. Se trata de la memoria; del modo en que transmitimos la memoria. En efecto, el sismo del 85 lo tenemos fresco, según hemos visto en los días recientes. Aquella tragedia sin teléfonos inteligentes, sin Internet, por supuesto sin redes sociales, recordada con la voz, la palabra escrita, la televisión, las cámaras fotográficas de espontáneos o profesionales, o sea, con muchos menos y mucho menos sofisticados medios que los que tenemos ahora en casa, ha demostrado ser, metabolizada en nuestra conciencia común, una herramienta de gran utilidad.
Pero no sólo por razones tangibles, concretas, por nuestra capacidad para improvisar un centro de acopio o sacar la pala y el casco del clóset e ir a remover ladrillos y varillas. Recordar es, también, crear conciencia. Identidad, si quieren usar una palabra más dudosa. En 1985 nos descubrimos valientes y solidarios. En 2017 saltamos a las calles con la certeza de que lo somos. El recuerdo es la gasolina de esas personas que se la juegan para salvar a un niño. La desgracia nos hizo reconocernos en lo mejor que tenemos.
Ahora disponemos de muchos más recursos para reforzar la memoria, sobra decirlo. Las mil imágenes y los mil videos de ciudadanos valerosos y esforzados –esos que se fueron a levantar el cascajo de la Enrique Rébsamen, los que desafiaron la fuga de gas en Ámsterdam y Laredo, los de Álvaro Obregón– se quedarán para siempre con nosotros. No es un consuelo. Vivimos una tragedia, sin más. No hay virtud en el horror y la tristeza. Pero nos vamos a conocer mejor, listos para lo que venga.
caem