Se habrán enterado: Elena Poniatowska se plantó en Juchitán frente al público que la homenajeaba y calificó a las mujeres locales –salvo a dos que andaban por ahí, aparentemente delgadas– como “panzonas” y no sabemos si “mensas” o “inmensas” –el audio es confuso– por su afición a la chela. Y claro, ardieron las redes sociales: la mujer icónica de la izquierda disparando semejantes comentarios, así, generalizadores, a rajatabla, en una zona históricamente pobre y además hecha pedazos por el sismo de septiembre.

 

No entiendo del todo la sorpresa. No la entiendo por la trayectoria de Elena, siempre proclive al paternalismo, incluso al caudillismo: ahí su admiración por AMLO, con cierres de Reforma incluidos, narrados en Amanecer en el Zócalo, o su canto de amor al Güero Medrano, modelo de intransigencia maoísta y caciquismo marxiano, en No den las gracias. Y no la entiendo por la tradición hegemónica de la izquierda mexicana, que llega a la conciencia social por la vía de la condescendencia mucho, pero mucho más a menudo de lo deseable. ¿No es condescendiente lo del “pueblo bueno” de López Obrador, como cualquier expresión que incluya la palabra “pueblo”? ¿No es paternalista la falsa sumisión del Subcomandante Marcos a “la comunidad”, o la prohibición del alcohol en zona zapatista porque al parecer lo que podemos permitirnos los criollos citadinos no pueden permitírselo los indígenas? ¿Nadie ha leído La Jornada, para no hablar de trivialidades como las crónicas de Tryno Maldonado (no completas, por Dios, no hace falta: 15 líneas)? ¿Alguien le ha puesto atención a lo que decía Samuel Ruiz? Comparten todos la esencia molesta del pronto de Elena en Juchitán. Esa ambigüedad, incluso esa contradicción entre el discurso pobrista, el del presunto enaltecimiento de lo “popular”, lo “originario” o lo “comunitario”, y la realidad de una superioridad intelectual de criollo ilustrado que se cuela como agua entre las grietas, tiro por viaje.

 

No nos escandalicemos en exceso: ni ese pronto ni aun sus raptos antidemocráticos en Reforma invalidan el valor de buena parte de la obra de Elena Poniatowska, o sus aportaciones auténticamente democráticas –que las tiene, porque es, como todos, contradictoria–, ni hay nada ni de nuevo ni de aceptable en esa condescendencia que a lo mejor, algún día, nos quitamos de encima. O se lo quitan: algunos creemos que en Juchitán y en donde sea la chela y la panza son una decisión individual, particularísima, como la quinoa y el té verde. De ciudadanas y ciudadanos. No de pueblo.