Se cumple el siglo de la Revolución de Octubre (de noviembre para nosotros: había un desfase calendárico), esa que coronó a los bolcheviques y dio origen a la Unión Soviética, y ya se dejaron venir los artículos de opinión en términos de “es hora de hacer un balance desapasionado”. Imaginarán a lo que me refiero: aquello de “reconocer también sus enormes aportaciones”. Bien: no se me ocurre ninguna, salvo que se considere una aportación haber sido la mejor escuela represiva de la historia.
La revolución de los soviets fue maquinada como una carnicería por su padre fundador mismo, Lenin, que concebía el triunfo del proletariado como el producto necesario de una guerra sin cuartel cuyo resultado sería la desaparición de la burguesía, es decir: su desaparición física. Su exterminio. Congruentemente, dio pie a juicios sumarios, ejecuciones en caliente y, en sus primeras etapas, al sistema de campos de concentración que serían la marca de la casa en la Unión Soviética. Paralelamente, hizo lo que cada mandamás del socialismo real en el siglo XX, del Che a Kim Il Sung o Mao: machacar la economía y reventar en pedazos toda forma de producción agrícola, ganadera, industrial o cultural en nombre de un aparato ideológico que demostraría ser una toxina duradera. O sea, mató de hambre al pueblo en nombre de la igualdad y la justicia, a punta de políticas económicas demenciales. Pero de alguna manera Lenin tuvo la suerte de morir joven y ser reemplazado por Stalin, que llevó la crisis, la matanza y el espíritu totalitario al paroxismo, con lo que hizo olvidar la herencia sangrienta del santo padre. Resultado: hambrunas nunca vistas en la vieja Rusia, unas cuotas de represión que hacían palidecer a los de por sí monstruosos zares de la casa Romanov, el sistema de campos de concentración –el Gulag– convertido en el pilar de la economía –esclavismo, deberíamos llamarlo– y, como saldo, 20 millones de muertos, más la vergüenza de haberse aliado a Hitler.
Ese y no otro es el balance de la Revolución Bolchevique. Es el producto del utopismo, de la vocación de absoluto, esa que, sin embargo, reapareció, actualizada, modificada por el color local, en la China maoísta con sus 70 millones de muertos, la Camboya de los jemeres rojos con todo y su genocidio, la Corea del Norte que hoy nos amenaza nuclearmente o Cuba, la Cuba castro-guevarista, reducida al hambre y la opresión.
En 1917 se inventó un infierno, el infierno de la primera y más perdurable utopía del siglo XX. Nada que festejar.