Estamos reduciendo la política, y la democracia misma, a una transacción monetaria. Dos de los tres “grandes” contendientes por la presidencia de la República —López Obrador y Anaya— están ofreciendo, abiertamente, dinero a los mexicanos para obtener su simpatía.
El primero, vía un “sueldo” mensual de 3 mil 600 pesos a 2 millones 300 mil jóvenes que no estudian ni trabajan –al nini, pues–, becas de 2 mil 400 pesos a 300 mil estudiantes de bajos recursos, y se aumentaría al doble la pensión a adultos mayores en el país, llegando a los mil 200 pesos mensuales. El segundo, mediante un “Ingreso Básico Universal” (IBU) –noción apenas a prueba para países mucho más chicos, como Finlandia, con 5 millones y medio de habitantes–, para que “todos los ciudadanos reciban una cantidad de dinero mensual”.
Según estimaciones del Reforma, el proyecto de López costaría a los mexicanos 147 mil millones de pesos anuales –más o menos, el 4 % del presupuesto público para el próximo año–. Esto equivaldría, en términos de lo aprobado para 2018, a medio presupuesto del ISSSTE; al gasto combinado del Poder Legislativo y el Judicial; a 2.3 veces los recursos de la SAGARPA; a la mitad de los de la SEP; y a la partida de la SEDESOL y la Marina, juntas.
Y el caso de Anaya sería, por obvias razones, aún más costoso. Según estimaciones de Viridiana Ríos, Doctora en Gobierno por Harvard, “dadas las finanzas públicas actuales, en las que se exentan millones de impuestos a los más ricos (15 mmdp para tan sólo 15 empresas reconocidas por Fundar), se permite el robo descarado de recursos públicos (se calcula en 22 mmdp) y se tiene a menos de la mitad de la población pagando impuestos, no alcanza para un IBU” –una duda rápida: ¿no se les hace raro que Mancera, aliado de Anaya, tache de “inviable” la propuesta de López pero no la del expresidente del PAN?–.
No me malinterpreten; las transferencias directas al ingreso han logrado avances importantes en México. La reducción en el porcentaje de población en pobreza extrema de 11.3 % en 2010 a 7.6 % en 2016 (CONEVAL), no puede explicarse sin el aumento de familias beneficiadas por Prospera –antes Oportunidades–: 5.8 millones en 2010 (SHCP, INEGI: Sistema de Cuentas Nacionales) a 6.8 millones en 2016 (IV Informe, Presidencia).
La cuestión aquí es, como menciona Ríos en aquél texto, que no tenemos una base tributaria amplia. Si trasladamos esto a las propuestas de López y Anaya, encontramos lagunas, por lo menos argumentativas. U omiten ajustes fiscales drásticos –alza de impuestos generalizada, presión fiscal a grandes empresas, duro combate a la informalidad, etc.– deliberadamente, o mienten sobre la propia implementación de dichas medidas.
En el caso de López, él ha dicho que no subirá impuestos; es más, promete bajarlos. Como menciona en su libro “2018: La salida”, asegura que “hay suficientes razones (…) para sostener que erradicar la corrupción en el gobierno nos permitirá ahorrar (…) 500,000 mmdp”. Meade, exsecretario de Hacienda, sostiene que para tal ahorro se tendrían “que cerrar 14 de 18 secretarías (…) acabar con todos los programas médicos, acabar con todos los programas sociales”, ya que ello implica “el doble a todo lo que gasta el IMSS”.
Anaya, por su parte, ha dicho que sí hay dinero para el IBU, pero que “hay que reordenar el gasto (…) hacer un programa serio de austeridad (…) eliminando todos los gastos innecesarios”. Nada tampoco sobre ajustes fiscales. Sin embargo, Ríos sostiene que para lograr el IBU, tendríamos que mejorar “el sistema de recaudación (…) creando uno en el que todos paguemos y por ello, paguemos menos”. Una Reforma Fiscal profunda, pues. Meade, ante el IBU de Anaya, menciona que dicha idea “refleja una falta brutal de comprensión de las finanzas públicas, o si se entiende de finanzas públicas, es un intento real de engañar”.
Ante esta situación, Meade y su campaña tendrán la tentación de salir con alguna medida similar a las anteriores. Sin embargo, espero que Meade sea el adulto en esta situación y no proponga mentiras totales o proyectos casi imposibles, sino claridad: si apuesta por un sistema de transferencias, que sean sectorizadas y que sus límites y sustento estén más que claros. Y si no lo hace, es una gran oportunidad para innovar la política social mexicana.
Pero no seamos ingenuos. Ser financieramente responsable no es popular; ello conllevaría un costo para el no militante del PRI, al quedar ante el votante mexicano como el único de los tres “grandes” que no les ofrece dinero. El dilema para Meade, pues, será de corte ético y electoral: rebajarse al nivel de López y Anaya para ser competitivo –aunque se abarate la política–, o intentar algo radicalmente distinto. Meade está a punto de revelarnos quién es.
@AlonsoTamez