El salto de inmigrantes africanos a la valla de Ceuta –la ciudad española enclavada en Marruecos– ocurrido a mediados de esta semana supone el último fracaso de la política de inmigración del gobierno del presidente Pedro Sánchez. Doscientas personas desesperadas cruzaron la valla de ochos –una valla que separa África de España– arrancándose la piel que se desgarraba por las púas afiladas de las concertinas. Algunos se quedaron sin brazos. Otros tuvieron que ser operados. Otros más se desangraban.
Aquellos pobres infelices entendían que no tenían nada que perder, que todo lo habían perdido, que ya no tenían pasado y que miraban hacia la muerte de un futuro incierto. Por eso se organizaron en guerrillas. Por eso iban todos juntos desafiando a la muerte o acariciándola en un maridaje único.
La Guardia Civil española contenía como podía aquel ingreso masivo. Sabían cuál era su trabajo como también conocían que ante todo son seres humanos que sienten igual que los africanos. Se adivinaba el dolor que les producía impedirles el paso. Sin embargo, su obligación era ésa precisamente.
Mientras tanto en el Palacio de la Moncloa, el ministro de Interior, Justicia y Exteriores se reunía de urgencia con el Presidente del Gobierno. Éste aguantaba el tirón como podía. Estaba desencajado. Sabía que ese salto como las entradas de miles de personas que llegaron en los dos últimos meses a las costas españolas no era sino consecuencia de la acción gubernamental de permitir que el barco Aquarius entrara en España. Aquella embarcación estaba repleta de inmigrantes africanos.
En ese entonces, el gobierno de Pedro Sánchez actuó bien. Se trataba de un acto de humanidad. Ni los ejecutivos de Italia ni de Malta permitieron que aquellos pobres infelices atracaran en sus puertos. España no podía permitir que los inmigrantes murieran en el mar Mediterráneo, mientras el resto de Europa se lavaba las manos. El gesto europeo fue deleznable. Al español le honró como también honró a los que perecieron en las aguas del Mediterráneo.
El presidente Sánchez sabía que jugaba con fuego. El salvamento del Aquarius sería un efecto irremediablemente de llamada. Los norteafricanos se enteraron de la noticia y empezaron a llegar a raudales a las ciudades españolas de Ceuta y Melilla. También lo hacían por mar. El Sur español se inundó de inmigrantes. España no podía agrupar a tantos, entre otros motivos por la falta de infraestructura.
Nos encontramos en un momento límite. A Pedro Sánchez le ha explotado una bomba entre las manos. Miles de personas intentan ingresar al país ibérico. España no puede aceptar a todos. Necesita un embudo, una medidas regulatorias que permitan que se haga de manera escalonada y sobre todo establezca un cupo. Porque sabe que son demasiados. Entonces habla con Europa y se encuentra con países como Malta, Italia, Polonia o Hungría que buscan cualquier excusa para expulsarlos y no permitir que vuelvan a entrar. Los inmigrantes saben que España es una de las naciones más permisivas para encontrar cobijo. Es una pescadilla que se muerde la cola, y que si continúa así, será de difícil solución.
Sánchez mira hacia Angela Merkel, a Alemania. Es la única estadista con una visión cosmogónica y solidaria a la ayuda en inmigración. Pero sabe que los dos luchan contra todo un conjunto de países de la Unión Europea que están en contra.
La batalla, de momento, la tienen perdida. La solidaridad es incompatible con el egoísmo de esa Europa a la que se le llena la boca de supuesta humanidad. Palabras y palabras que se lleva el viento. Los miles de inmigrantes viven en un limbo pensando que hubieran preferido perder la vida en las guerras que se libran en sus países de origen, que en Europa perdidos de la mano del hombre.