En mi entrega anterior hablaba sobre la economía del comportamiento y su potencial para mejorar la efectividad de las políticas públicas. En términos generales, a través de los “conocimientos del comportamiento” o “información conductual” (behavioural insights, en inglés), desarrollados a partir de los conceptos y métodos experimentales de la psicología y de las ciencias del comportamiento, esta rama de la economía permite entender patrones de individuos e instituciones, así como los procesos de toma de decisiones involucrados, a partir de los cuales se diseñan políticas y regulaciones en diversos ámbitos que van de la salud y el transporte, al medio ambiente y las finanzas públicas, entre otros.
Un tema de particular interés para México y que también ha sido abordado desde esta perspectiva es el de la corrupción. Gracias a la información conductual obtenida a partir de experimentos de laboratorio y de campo, se ha podido comprender cómo los individuos toman decisiones en torno a las opciones (i.e., corromperse o no) que se les presentan y los factores que influyen en la decisión de entrar o no en un acto de corrupción. Así, por ejemplo, hoy sabemos que mecanismos de control “de arriba hacia abajo” (donde los funcionarios públicos de mayor jerarquía vigilan a los de menor jerarquía) son menos efectivos para reducir la corrupción, que una mezcla primero de un mecanismo “de abajo hacia arriba” (en la que los ciudadanos denuncian) combinado posteriormente con un mecanismo “de arriba hacia abajo”. De la misma forma, otros estudios muestran que la amenaza de sanciones severas ligadas a una probabilidad de detección, aunque sea pequeña, es un gran inhibidor de la corrupción.
Otro tema, intrínsecamente ligado al de corrupción, pero que va más allá de la construcción de mecanismos legales e institucionales de prevención, detección y castigo, es el de la integridad. Bajo la perspectiva de la economía del comportamiento, la integridad es un comportamiento individual que refleja una decisión de corte ético que se toma –casi permanentemente– entre el interés propio y el respeto de ciertos valores y principios éticos. Derivado de ello, lo que busca este enfoque es hacer más fácil la toma de decisiones “correctas”, es decir, aquellas que privilegian el respeto de valores y principios, mediante pequeños “empujones” (nudge, en inglés) que empíricamente han mostrado su eficacia. Estos empujones pueden darse bajo la forma de mensajes que regularmente recuerden a los funcionarios públicos el compromiso que se espera de ellos en términos de integridad. De la misma forma, se ha observado que la falta de responsabilización individual favorece decisiones y comportamientos que anteponen el interés propio.
Los resultados mencionados –y muchos otros no mencionados, pero que pueden ser consultados en la literatura correspondiente–, arrojan luz sobre cómo las intervenciones de las autoridades pueden ser más efectivas para reducir en general los niveles de corrupción y elevar los estándares de integridad. En los siguientes meses, la próxima administración federal deberá presentar su agenda y política anticorrupción (no hay que olvidar que la corrupción fue uno de los principales temas de campaña, y en particular fue el caballito de batalla del entonces candidato y hoy Presidente electo). Sean cuales sean las medidas propuestas, los funcionarios responsables de su diseño deben preferentemente sustentarlas en evidencia de lo que verdaderamente funciona (ello les evitará, a posteriori, tener que explicar por qué las cosas no funcionaron). Entender el comportamiento de los individuos en relación con la corrupción y la integridad, y cómo, a través del contexto y los incentivos, se puede modificar dicho comportamiento, es un buen punto de partida.
Jorge L. Velázquez Roa
@JorLuVR