Si el Presidente en funciones, Enrique Peña Nieto, hace mal la señal del corazoncito desde Palacio Nacional, se lo acaban. Si el Presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, minimiza el trabajo de las reporteras llamándolas corazoncitos, lo justifican.
Uno tiene una comunicación social fatal y el otro tiene un enorme bono democrático de inicio de administración. Hasta ahí todo normal.

Pero a lo que hay que ponerle mucha atención es a los mensajes contradictorios que lanza el próximo Presidente, porque eso sí puede generar inestabilidad.

Durante la campaña, López Obrador nutrió su discurso de los numerosos escándalos de corrupción del Gobierno actual y ahora sus protagonistas son chivos expiatorios ante el circo que montan los medios de comunicación.

Así, el material balístico de la campaña se entierra ante la cercanía del ejercicio del poder. Pero las contradicciones en materia económica pueden ser más preocupantes.

Hace apenas dos semanas, el Presidente electo reconoció que recibía un país sin crisis económica. Repentinamente, el fin de semana pasado diagnosticó un México en bancarrota.

No sólo eso, ubicó al Banco de México como conspirador e inepto, capaz de provocar una crisis.

Los mercados no lo escuchan, no reaccionan ante el discurso que suena a arenga política, pero sí genera incertidumbre sobre las políticas que podría aplicar si llega a convencerse de sus propios malos diagnósticos.

Si sus seguidores más fieles le creen ciegamente que estamos en un estado de catástrofe económica y que el Banco de México será el responsable de una devaluación, actuarán en consecuencia.

Aquí ocurre lo mismo que con los corazoncitos, el Gobierno saliente deja ver todas sus carencias comunicativas y a pesar de lo oportuna que fue la respuesta del secretario de Hacienda, José Antonio González Anaya, a muchos los deja en las mismas.
Dijo que hay una estabilidad anclada en sus finanzas públicas, una inflación que está convergiendo con el rango del Banco de México y un sector financiero capitalizado y líquido. Diagnostica muy bien, pero no comunica.

Está claro que el Presidente electo sufre transformaciones discursivas dependiendo la audiencia ante la que se encuentre. Pero es un hecho que López Obrador debe entender que ya dejó de ser un líder de la oposición y que ahora es el hombre más poderoso de la política mexicana y que lo que dice, pesa.

Ahora, México sí puede llegar a un estado de bancarrota si se ejerce mal el gasto público. Si se insiste en caprichos como destruir la construcción del nuevo aeropuerto y con esto se mina la confianza en el país.

Si no se calcula la rentabilidad de hacer refinerías o de bajar impuestos y subir el gasto social sin equilibrios.

No será culpa del Banco de México, ni de una supuesta herencia de una crisis económica hoy inexistente. Será plena responsabilidad de los que llegan.

Y buscarle culpables desde hoy puede servir para alimentar a la clientela política, pero corre en contra de la necesidad de estabilidad que tiene el próximo Gobierno para intentar su transformación.