Charles Aznavour fue mucho más que la banda sonora de varias generaciones, mucho más que el primer embajador de la música romántica francesa, fue un poeta universal que sabía como nadie retratar con su timbre único el amor, la nostalgia, la pasión y la soledad en todos sus estados.
Se mantuvo sobre el escenario hasta el último aliento, como un semidiós extraído de las viejas mitologías. Tenía 94 años y seguía en activo. El 26 de octubre tenía previsto dar un concierto en Bruselas. Esa voz, junto con la de su amiga y madrina Édith Piaf, la más emblemática del universo de la “chanson”, arrancó suspiros de admiración en los más grandes escenarios de Europa, Estados Unidos, Asia y América Latina. A lo largo de más de siete décadas de una carrera extraordinaria creó mil 400 canciones en 10 idiomas, vendió 200 millones de discos, ofreció conciertos en 110 países.
Cantaba, componía, entregaba su inmenso talento al séptimo arte, escribía novelas. No tuvo estudios superiores. Todo lo aprendió solo; eso sí, bajo una buena batuta. Un día le preguntó al gran escritor francés Jean Cocteau qué libros debería leer para cultivar su mente.
El maestro le pasó una lista con 25 títulos. Tras consumirlos todos se convirtió en un poeta de primera que en los años 60 del siglo XX se ganó en muchas partes del mundo el calificativo del Napoleón de la Chanson Francesa. La “chanson” realista gala -todo un género en la música romántica- era para Francia lo que el blues era para Estados Unidos: la voz de los excluidos urbanos ansiosos de narrar su cotidianidad al estilo trovador, una voz portadora de finura con tintes literarios. Al lado de Aznavour encarnaban un París mítico y expandían por el mundo la “chanson” figuras como Serge Gainsbourg, Gilbert Bécaud o Juliette Gréco. Pero sólo Aznavour alcanzó la celebridad planetaria con brillo y gloria ilimitables.
La bohemia, Venecia está triste sin ti, For me formidable se tarareaban desde Portugal hasta Japón. Hace apenas un año, con sus 93 primaveras a cuestas, recibió su estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood, reconocimiento al que muy pocos galos han accedido. Aprovechó la ocasión para recordar con orgullo la patria de sus ancestros, Armenia. “Soy francés y armenio, ambos son inseparables como la leche y el café”.
Hijo de emigrantes pobres, tachado en sus años mozos por el mundillo parisino de “feo, chaparro (1.63 de estatura), sin voz, sin gracia y sin ninguna posibilidad de hacer carrera” tuvo que derramar sangre y lágrimas antes de subir a los primeros escenarios. Sacó una voluntad y determinación de hierro. Y de las heridas brotó el genio, un hermoso canto melancólico que seguirá hechizando a la humanidad por mucho tiempo.