Habría que remontarse hasta las protestas del Mayo Francés de 1968 para ver escenas de caos tan extremadamente violentas como las que hace unos días dieron la vuelta al mundo de un París que arde convertido en un gigantesco campo de batalla con más de 300 heridos, 450 detenidos, decenas de vehículos calcinados, barricadas de fuego, bancos destrozados, comercios saqueados, sin olvidar una serie de actos vandálicos en el interior de uno de los símbolos más poderosos de Francia -el Arco del Triunfo-, cuya fachada se llenó de pintas “¡Macron, dimisión!”.
Llevamos casi un mes con la revuelta de un gigantesco contingente de “chalecos amarillos” compuesto por las clases medias empobrecidas de la provincia gala que ya perdieron la paciencia. Ya no piensan pagar al Estado más impuestos, más tasas y más cargas sociales sin disfrutar a cambio de una mejora del poder adquisitivo y los servicios públicos.
Los anuncios del gobierno de Macron de suspender la subida de los combustibles para todo el año 2019 llegaron demasiado tarde, y no fueron suficientes para aplacar la ira de un movimiento que, mientras evolucionaba diversificándose, alargaba la lista de las reivindicaciones. Hoy la exigencia original, la de renunciar al gasolinazo, ya pasó al olvido. Se imponen nuevos reclamos, el de incrementar el salario mínimo, la reinstalación del impuesto sobre las grandes fortunas -abandonado por Macron- y la anulación de diversas tasas que gravan a las clases trabajadoras. En pocas palabras, la gente quiere estar segura de que muy pronto tendrá más dinero en el bolsillo.
La oposición pide la disolución del Parlamento y nuevas elecciones legislativas, eventualmente un referéndum sobre cómo aligerar la presión fiscal que estrangula literalmente a amplios sectores de la población en Francia, el país con mayor carga impositiva del mundo. La calle, iracunda, llena de chalecos amarillos de todos los horizontes, no oculta que su deseo más grande es ver caer al “rey” Macron, tachado de un arrogante servidor de las élites desconectadas de la realidad. Un odio visceral al mandatario, que cuenta con un escaso 23% de aprobación, es el denominador común de las revueltas surgidas en las redes sociales, unas protestas al margen de los partidos políticos y de los sindicatos, sin un interlocutor único, sin organización y sin dirección, pero aplaudidas por siete de cada 10 franceses.
A diferencia del Mayo 68, una revuelta estudiantil contra la sociedad de consumo, a la que se sumaron más tarde grupos de obreros industriales, la llamada “fiebre amarilla” aglutina a un sinnúmero de gremios de la “Francia trabajadora”: pequeños comerciantes, empleados precarios de las zonas rurales, choferes, panaderos, enfermeros y todos los que hasta ahora no tenían ni voz ni visibilidad.
Las protestas se extienden ya a agricultores, estudiantes y transportistas. El próximo sábado tendremos otra jornada de acciones anti Macron. No se descarta que en un París en llamas y cubierto por el humo de los gases lacrimógenos aparezca el Ejército. Los que piden su presencia son los cuerpos de la Policía antidisturbios, completamente desbordados por esta insurrección que escapa a todo control.