Fuera tópicos sólo elaborados para añadir dramatismo: ni el día tras el que, se insiste, no habrá mañana; ni la jornada que marcará el resto de sus vidas; ni el punto de inflexión que perseguirá, cual cruz, a cuantos en él intervinieron.
Acaso lo que Cruz Azul necesita de cara a la final del futbol mexicano, es convencerse del opuesto: de que, pase lo que pase, el lunes entrante volverá a salir el sol y el mundo será más o menos parecido (por no decir que idéntico) al que esta semana conoceremos; con sus júbilos y miserias, con sus prioridades tan alejadas de lo que compete a ese balón, con sus esperanzas y problemáticas.
Aproximarse a una cita deportiva relevante con la convicción de que de ahí se saldrá con un estigma indeleble, con una cicatriz eterna, a nadie le puede hacer bien. Sólo en la medida en la que eso refuerce la capacidad de concentración y el compromiso de no escatimar gota alguna de sudor. Sin embargo, jamás como para obnubilar mentes y engarrotar piernas.
La Máquina vuelve a una final de liga; ese territorio en el que, incombustible, arrasó durante sus primeros años de historia (siete títulos en ocho intentos entre 1969 y 1979); ese precipicio en el que descarriló desde que entramos a los ochenta, con énfasis en los dosmiles (apenas la corona de 1997 entre diez fatídicas finales).
Tras las cuatro derrotas padecidas de 2008 a 2013 –sobre todo, la última contra América: teatro tan trágico como absurdo–, los cementeros quisieron convencerse de que peor no se podía estar. Muy pronto calibraron su equivocación: es horrible perder finales; es incluso mucho peor ni siquiera estar cerca de jugarlas, como les aconteció después, exiliados de la liguilla a cada semestre.
Si algo se valora del espléndido liderazgo de Pedro Caixinha y Ricardo Peláez, es haber forjado un conjunto libre de complejos, capaz de sobreponerse al dolor y las circunstancias, renuente a ser atenazado por su historia. Este Cruz Azul superlíder y monarca de copa, debe entender que es una posibilidad el perder la final de este domingo; no así, perderla sin la personalidad que le ha caracterizado.
Como punto de referencia, basta con girar la mirada hacia la ida de la semifinal, cuando sólo un milagro impidió que Monterrey goleara y sentenciara. Ese cuadro apocado y confundido que sobrevivió a Rayados, es precisamente lo que no puede emerger en la final.
Ya después si el balón entra por carambola o sale escupido por un caprichoso poste, será tema distinto. Lo que nadie deberá borrar, ni siquiera los más preparados para ondear letreros sobre cruzazuleadas e invocar burlones exorcismos, es que esta Máquina ya es diferente. Claro, más diferente será alzando el título…, aunque, igual, con él o sin él, el lunes amanecerá en cada rincón del planeta a la hora estipulada. Nada cambiará.
Twitter/albertolati