Si tiene usted pensado, estimado lector, viajar próximamente a París, disfrute a más no poder de sus infinitas bellezas, monumentos modelados por el curso de la historia, emocionantes paseos por el Sena y espléndidos museos que aparecen en las mejores tarjetas postales de la Ciudad Luz.
Al igual que los 34 millones de turistas que vienen cada año a esta capital -ningún rival ha logrado destronarla como la metrópoli más visitada del mundo-, seguramente le sacará usted el jugo a los innumerables atractivos de la llamada “capital mundial de la cultura y el glamour”.
En efecto, se trata de una urbe turística por excelencia; es más, casi le puedo asegurar que le costará trabajo toparse con un parisino en París. Los parisinos, herederos de las enseñanzas racionalistas de su compatriota Descartes, no piensan quedarse en su, sin duda, bella ciudad que, a su modo de ver, está siendo administrada como una jugosa industria de masificación turística, un gigantesco parque de atracciones o set de cine al servicio del lobby que aglutina grandes cadenas comerciales, agencias de viajes, multinacionales hoteleras, etcétera.
Ha pasado en Venecia, en Ámsterdam, en Barcelona. En los barrios “de tarjeta postal” observamos un éxodo vecinal imparable, nadie soporta la burbuja inmobiliaria, fruto de la explosión de rentas que ofrecen plataformas como Airbnb, la carestía más que insolente, la pérdida de comercios locales y -algo aún más importante- de la autenticidad de las zonas históricas que vieron nacer en el siglo III antes de Cristo ésta, la maravilla denominada París.
De hecho, en Montmartre o en Marais, una especie de “barrios museos-hoteles” hay más turistas que habitantes. Hace unos días, por un café en la Plaza de los Pintores, en Montmartre, me cobraron… 12 dólares; en ciertos sitios de la emblemática Avenida de los Campos Elíseos, el monto puede llegar hasta los 14 billetes verdes.
Cada año abandonan esta ciudad (un hervidero de dos millones de seres humanos corriendo día tras día de casa al trabajo y viceversa) 12 mil habitantes. Esta tendencia seguirá al menos hasta 2025. Los empujan al exilio en la periferia o en otras urbes los desorbitantes costos del alojamiento, el estrés que puede arruinar la salud, los impuestos por las nubes, los bloqueos regulares de las calles tomadas al más puro estilo rebelde francés por toda clase de exasperados, agotados, desamparados.
El espectro cromático es amplio: chalecos amarillos, pañuelos rojos, sostenes negros… Cada sábado, desde mediados de noviembre, asistimos a quema de coches, levantamiento de barricadas, una lluvia de balas de goma lanzadas por los antidisturbios contra los chalecos amarillos más violentos. El ritual sabatino con densas nubes de gas lacrimógeno que cubre los monumentos más emblemáticos y hace imposible circular normalmente exaspera a muchos, hasta a los que simpatizan con los reclamos de los chalecos anti Macron.
A todo esto habrá que sumar el miedo a los atentados, la compra masiva de edificios más codiciados por parte de los ultrarricos chinos u oligarcas de los países del Golfo, capaces de desembolsar sin titubeos 30 mil billetes verdes por el metro cuadrado de un palacete parisino para “tener algo en París”. Al parisino medio no le alcanza ni para rentar una morada de 20 metros cuadrados. En algunas zonas piden por ella hasta mil 800 dólares al mes.
En los últimos cinco años, 70 mil parisinos le dijeron “adieu” a su metrópoli, la segunda más cara del planeta, después de Singapur. ¿El último apagará la luz? Esperemos que no. Y ojalá nadie tome demasiado en serio la famosa frase del escritor español Carlos Ruiz Zafón: “París es la única ciudad del mundo donde morir de hambre todavía es considerado arte”.