Un año atrás, en Luzhniki, no existía vacuna anti-ilusión que sirviera.

Ni siquiera para quienes ya habían vivido en persona varios Mundiales y, con ellos, igual cantidad de frustraciones mexicanas. Tampoco para aquellos que debutaban como aficionados tricolores, perfectamente advertidos de los antecedentes y de lo que nos suele pasar –o, más bien, de lo que unas veces sí y otras también nos ha pasado.

17 de junio es un día particular en la historia mundialista de México, aniversario de tres de los partidos que más dicen sobre ese andar tricolor.

El primero de ellos, en los octavos de final de Corea-Japón 2002, es la herida más supurante que nuestro futbol haya sufrido. Cuando el Tri aseguró su primer lugar de un grupo complicado (Italia, más Croacia que venía de ser semifinalista en 1998 y Ecuador que había sido la sensación de la eliminatoria sudamericana), se celebró anticipadamente que el sinodal en la siguiente ronda fuera Estados Unidos. Tanto, que cuando despertamos ya era tarde para todo y nuestro acérrimo rival nos tenía eliminados.

Los siguientes dos momentos llegaron simétricamente escalonados por ocho años de diferencia. En Sudáfrica 2010, durante una fría noche en Polokwane, México se impuso a una selección francesa a la que se suponía mucho más que el burlesque en que, pronto sabríamos, ese equipo se había convertido; como sea, fue la primera victoria en Mundiales de los nuestros sobre una potencia. En Rusia 2018, durante una agradable tarde moscovita, se logró derrotar al que las apuestas consideraban gran favorito al título, el campeón defensor Alemania, ese del que se insistía que podía mandar tres alineaciones intimidantes al torneo.

Tres cotejos de Copa Mundial y una misma fecha. El de Corea, como recordatorio de nuestro límite entre los 16 mejores. Los de Sudáfrica y Rusia, de nuestra fe antes de chocar con la pared.

Empezaba diciendo que en el delirio de Luzhniki no existía vacuna anti-ilusión, aunque lo mismo podría decir de Polokwane o de las horas previas a la debacle ante Estados Unidos en Jeonju. Esta afición ha desarrollado tales anticuerpos que cuatro años bastan, incluso a los más escépticos y dolidos de sus seguidores, para volver a creer.

Rumbo a Qatar 2022 quizá sea una ventaja (o no) que por disputarse entre noviembre y diciembre estemos tan lejos de ese 17 de junio: el día en que tres veces creímos como nunca más, una antes del silbatazo inicial, las otras dos tras el final.

En todo caso, nuestra afición retacará los estadios qataríes, como si lo planteado por Juan Villoro en Dios es redondo fuera una consigna: que en un Mundial de aficiones sí que seríamos finalistas.

Twitter/albertolati

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