Por donde sea que uno se mueva en el puerto de Nápoles será asomándose, curva a curva, cada cual más empinada que la anterior, al azul intenso de sus mares. Precisamente por ese color es que el Nápoles viste de azzurro, habiendo llegado a exponer en su escudo hasta dos tonos de azul para recrear la corriente del golfo al que da nombre.
En esos callejones caóticos y ruidosos, el sueño del común de los scugnizzi, como se denomina a los niños de bajos recursos que se pasan el día en esas calles, es defender esa camiseta. Como paradigma de que los sueños se cumplen, Fabio Cannavaro, capitán campeón del mundo en Alemania 2006, quien comenzara peloteando contra las paredes irregulares de esa ciudad y hasta fuera recoge-balones en el Mundial de 1990. O, como ejemplo más reciente, Lorenzo Insigne, quien porta el gafete napolitano y busca impregnar el peculiar carácter de ese sitio al fichaje foráneo.
Convertido en la cuarta fuerza de Italia a nivel de convocatoria (apenas detrás de los gigantes del norte: Juventus, Inter y Milán), pero ya en el segundo en términos futbolísticos (sólo superado por la heptacampeona y arrolladora Juve), no será lo mismo para Hirving Lozano integrarse a esa institución que a cualquier otra.
Por principio de cuentas, el Nápoles no se limita a representar a su ciudad (a diferencia de las demás grandes urbes italianas, no tiene rival local, ahí es un amor único e irrebatible). Su reivindicación es desde los años ochenta a nombre de todo el sur del país.
Algo curioso, considerando que está más cerca geográficamente de la capital Roma que del extremo sur en Reggio Calabria, ya no decir la isla de Sicilia.
Sin embargo, Diego Armando Maradona, hábil para entender empíricamente lo que dolía a esa afición, supo subirse a ese discurso de defensa del sur oprimido contra el norte arrogante y discriminatorio. Desde que reparó en la forma en que el napolitano es percibido en Milán, Turín, Bérgamo, Bolonia, Florencia, centró sus palabras en el honor del sur: los humildes, su sacrificio, su segregación, su menor acceso al estado de bienestar, su no poder desperdiciar oportunidades. Y así triunfó, cambiando para siempre la historia de la entidad.
En vano se buscará lugar donde se venere igual a otro deportista. Ni Pelé en Santos, ni Messi en Barcelona, ni Di Stéfano en Madrid, nadie jamás alcanzará tamaña simbiosis ya no con un equipo, sino con una forma de entender la vida, con toda una cultura.
Al notar que la afición napolitana era recibida en el norte con letreros de “Bienvenidos a Europa” (manera de llamarles africanos) o “Báñense” (viejo prejuicio de que el humilde ha de ser falto de higiene), Maradona llevó al límite la reivindicación sureña. Cosas del destino, cuando se confeccionó el calendario del Mundial de 1990, se suponía que Argentina sería primera de grupo y de ninguna forma se encontraría con la anfitriona Italia en semifinales. Así tuvo que ser: la albiceleste avanzó como tercera y eliminó a Italia en Nápoles, donde Diego no podía ser abucheado (por supuesto, antes del cotejo arremetió: “debemos al Mundial que por un día recuerden en el norte que los napolitanos son también italianos, pidiéndoles que apoyen a un país que les maltrata”).
Bajo efigies con incenso de San Maradona, Chucky Lozano continuará su carrera deportiva. Asomándose permanentemente a ese azul en el que se basa el uniforme que vestirá: casaca adorada con fervor místico por todo scugnizzo, como su nuevo compañero de ataque, Lorenzo Insigne.
Twitter/albertolati