En el contexto de las dictaduras del pasado en América Latina, las desapariciones forzadas de personas opositoras a los gobiernos autoritarios fueron un común denominador. Mario Benedetti capturó la esencia de estas situaciones en uno de sus poemas: “están en algún sitio, concertados, desconcertados, buscándose, buscándonos”. Más allá de cifras y de la magnitud del problema, las desapariciones son desgarradoras, porque detrás de cada caso hay una madre, un padre, un hermano o hermana, hay mucha gente que espera la llegada de quien no está, y quien no está pasa cada respiro esperando volver a estar.
Cada desaparición implica la llegada de la incertidumbre, la zozobra y el dolor a la vida de muchas personas. No se tiene la certeza de dónde están quienes desaparecen, y no se sabe si se les podrá encontrar.
En México, las desapariciones forzadas se empezaron a agudizar a finales de los años sesenta, y continuaron durante los setenta y ochenta, cuando la Guerra Sucia tuvo lugar. En ese tiempo, las voces de muchas personas que legítimamente pugnaban por una apertura democrática, por el respeto a las libertades comunes y por mayor igualdad fueron acalladas por la fuerza.
Por cada uno de los hombres y las mujeres que desaparecieron, se quedaron quienes demandan saber qué pasó y quienes no se cansarán de buscar hasta tener una respuesta, hasta acabar con la incertidumbre. Una de estas personas es Rosario Ibarra de Piedra, cuyo hijo, Jesús, fue desaparecido en la década de los años setenta. Desde entonces, ella se convirtió en una de las principales voces democratizadoras y libertadoras de nuestro país.
El anhelo de justicia y por la verdad llevó a Rosario a participar activamente en la política mexicana. Fue candidata a la Presidencia de la República en 1982 y 1988, cuando la participación democrática —más aún la de la mujer— era limitadísima. Se convirtió en senadora en 2006.
Además, fundó el Comité ¡Eureka!, punto de encuentro y catalizador de las demandas de las familias de personas desaparecidas, todo esto mientras sigue esperando saber que pasó con su hijo. La entereza de Rosario, su valor y coraje han sido un aliciente para cientos de personas que creemos que es posible construir un México mejor: sus acciones, desde la política y desde la ciudadanía, han representado grandes victorias en la consecución de tal objetivo.
A Rosario hoy le decimos gracias, por siempre tener el puño y la cara en alto, la voz firme y la voluntad inquebrantable. Su lucha, además de buscar la verdad sobre el paradero de Jesús, ha sido también la de tener un país más justo, más democrático, donde prevalezca el respeto a los derechos humanos, y se esclarezcan todos los crímenes de lesa humanidad.
La lucha de Rosario y la de miles de madres nos impulsa a trabajar por recomponer la brújula de la moralidad y la justicia en nuestro país. Éste es un compromiso que tenemos que cumplir con todas las personas que hoy esperan el regreso a casa de sus seres queridos, y con aquellas que fueron llevadas contra su voluntad.
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