Diciembre 9 de 2010. De Apatzingán a Holanda, Michoacán. El cercano colaborador de Nazario Moreno González, líder de La Familia Michoacana, recuerda ese día con dolor, en el capítulo final de la edición de testimonios escritos por el propio jefe y que se distribuyen públicamente.

 

“Llovieron miles de balas de grueso calibre y hasta bombas. Nosotros disparábamos nuestros cuernos de chivo”, relata el soldado de Nazario Moreno, El Chayo. “Y él disparaba su Galil de fabricación israelita”.

 

Los helicópteros se alejaron. Al hacer un recuento de las bajas y pérdidas, descubrieron con dolor que a quien también le llamaban El Comandante, había muerto por la metralla haciéndolo pedazos.

 

“Fue tanto nuestro dolor y pesar que muchos soltamos el llanto y nos cuadramos militarmente en señal de obediencia. Murieron 32 compañeros más, que también demostraron sacrificio y valentía”.

 

El amigo de Nazario -comandante en jefe y fundador de ese cártel del narcotráfico,- cierra sólo el final del texto, pues el resto es un relato de El Chayo, de su historia y su lucha.

 

El principio de la guerra arrancó el 8 de diciembre. Chayo y su estado mayor, compuesto por los elementos más leales y que andaban con él desde el comienzo de su lucha, se encontraban en la comunidad de Holanda, corazón de la Tierra Caliente michoacana.

 

Chayo fue avisado por radio que se acercaba al lugar de la reunión helicópteros artillados y listos para entrar en combate, y por tierra más de 300 unidades de la Policía Federal con elementos armados hasta los dientes.

 

El motivo de que el jefe y guía moral se encontrara en ese momento en el poblado, era que se discutía con líderes sociales y autoridades de la comunidad, cómo ponerse de acuerdo y la forma de conseguir dinero para celebrar dignamente los festejos decembrinos y pudieran tener “un fin de año alegre”, sobre todo las familias más humildes.

 

Los halcones informaban, alarmados, que los helicópteros desde el aire disparaban indiscriminadamente ráfagas de metralla, bombardeando vehículos y las chozas por donde iban pasando; que iban avanzando hacia el poblado de Holanda dejando atrás muertos y heridos, y casas y carros destruidos.

 

Y Nazario ordenó: “Es el momento de demostrar que estamos dispuestos a morir por nuestros ideales y recuerden los lemas que he adoptado de Zapata, Che Guevara, Morelos: Es mejor morir luchando que vivir arrodillado; hacia atrás, ni para tomar impulso; solamente soy un siervo de la nación”.

 

De ambos bandos había bajas, entre heridos y muertos, pero la peor parte la llevaban los oficiales, pues los otros eran conocedores del terreno como la palma de su mano.

 

Ya para las siete y ocho de la noche, se desarrollaba una lucha a muerte en varios frentes de la región, inclusive en algunas otras ciudades del estado, pues los denominados “grupos fraternos” atacaban en las carreteras a los convoyes que se dirigían a Apatzingán a apoyar a sus corporaciones. Para detenerlos e impedir su avance, optaron por incendiar camiones de carga, tráileres y autobuses, a media carretera o en los puentes.

 

El guía moral y comandante en jefe, con su Galil 308, disparando ráfagas de metralla entraba al combate; hacía estragos en el enemigo mientras cargaba largas carrilleras repletas de balas.

 

“Por la mañana del día 9, nuestro comandante supremo y demás jefes de grupo decidieron encontrar a los helicópteros y a la policía en pleno Apatzingán, registrándose los enfrentamientos más violentos y caóticos en la historia moderna de Michoacán.

 

“Ya pardeando la tarde, suponiendo que el gobierno había entendido, los helicópteros se habían retirado –la mayoría averiados y en mal estado, pues otros habían sido derribados-”.

 

Chayo decidió concentrarse de nueva cuenta en Holanda para reanudar la reunión interrumpida.

 

La tragedia del día 9

 

Pero ocurrió, de Apatzingán a Holanda, sobre las márgenes del Río Grande, un siguiente ataque, el definitivo. La agresión desde los 12 helicópteros que duró 20 minutos, las balas de grueso calibre, las bombas, desde arriba. Y desde abajo, sólo ráfagas de cuernos.

 

La tranquilidad llegó después. Luego el recuento con la fatal noticia.

 

“Recogimos su cuerpo y lo llevamos al campamento secreto, en donde de acuerdo a sus instrucciones, lo incineramos y lanzamos porciones de cenizas a los cuatro puntos cardinales, tal y como nos había dicho muchas veces en pláticas que teníamos tomando café por las noches de luna en nuestro campamento”, escribe su amigo.

 

“¡Presentes!”, gritaron sus subalternos en coro, formados, con lágrimas en los ojos.

 

Epílogo de “Me dicen El Más Loco”, de Nazario Moreno González, editado por Centenario y Bicentenario de dos Revoluciones en México.

 

Desde chiquillo

 

Ese sobrenombre de El Más Loco se me fue quedando desde chiquillo. Cuando se trataba de torear, yo era el primero en apuntarme para la faena aunque el animal en cuestión fuera una verdadera fiera que lanzara horribles resoplidos de coraje, aventara hacia atrás puños de tierra con las pezuñas de sus patas y lanzara miradas a diestra y siniestra, con ojos rojos como la lumbre, como si se tratara de una bestia infernal.

 

A pesar de eso, escondía mi miedo e insistía en torearlo, pues era mucho mayor la vergüenza que sentía y el interés en ganarme algunos pesos, mientras la gente que no se atrevía a nada pero sí era buena para criticar, me gritaban: “¡Estás loco, cabrón”.

 

(Fragmento tomado del Capítulo 2)