En la madrugada del 27 de noviembre de 1963, cinco días después de que asesinaran a John F. Kennedy el día 22 en Dallas, Texas, el presidente accidental, Lyndon Johnson, discutía con su equipo sobre los siguientes pasos que se debían tomar. Era un momento de emergencia nacional y desconfianza generalizada —el presunto asesino, Lee Harvey Oswald, había sido baleado mortalmente el día 24 por el “antrero” Jack Ruby, en plena cobertura televisiva—.
Pero un político total como Johnson sabía que la muerte de Kennedy, paradójicamente, abría un momento único donde republicanos, demócratas conservadores y la opinión pública, le darían una tregua de al menos unas semanas. Para aprovechar esa “unidad nacional”, debía elegir una batalla y rápido. En las primeras horas del 27, Johnson aclaró a su equipo que traía la vista puesta en la Ley de Derechos Civiles que Kennedy, meses antes, había impulsado sin éxito. El proyecto pretendía ilegalizar la discriminación racial, religiosa, por sexo u origen nacional, en materia electoral, laboral, educativa, sindical, de programas sociales, y en espacios públicos.
A pesar de esto, debido a la larga tradición de racismo en el sur de los Estados Unidos —protegida por muchos en su propio partido, el Demócrata—, y a que las elecciones presidenciales de 1964 estaban a menos de un año, esa noche, parte del círculo de Johnson quiso orillarlo a abandonar tan espinoso tema. Sin embargo, ellos no veían lo que el presidente sí. Según el biógrafo Jon Meacham, “Johnson desestimó ese consejo con una penetrante pregunta retórica: ‘Bueno, ¿para qué demonios es la presidencia?’ ” (El alma de América, 2018, p. 212).
De manera simple pero potente, el tejano le hizo saber a sus asesores que, en ese difícil momento, el gran poder de su oficina debía ser usado solo para pendientes igualmente grandes. Y el proyecto más apreciado por Kennedy era justo el tamaño de batalla que el exsenador estaba buscando. Horas más tarde, el 27 por la noche, Johnson arropó el proyecto frente el Congreso: “Ninguna oración o elogio (…) podría honrar con mayor elocuencia la memoria del presidente Kennedy, que la aprobación más temprana posible del proyecto de Ley de Derechos Civiles por el que luchó durante tanto tiempo” (Prologue, Archivos Nacionales, 2004, vol. 36).
El discurso provocó lo que se convertiría en “el debate continuo más largo en la historia del Senado” (Legislación histórica: Ley de Derechos Civiles de 1964, Senado de los EU, 2020). Tras una pelea de casi ocho meses por definir los significados de “igualdad” y “libertad” en los Estados Unidos, el proyecto fue firmado por Johnson en presencia del Dr. Martin Luther King, Jr., el 2 de julio de 1964. En las palabras que dio ese día, el presidente reiteró que gracias a la nueva Ley, “aquellos que son iguales ante Dios ahora también serán iguales en las mesas de votación, en las aulas, (y) en las fábricas” (Presidential Speeches, Miller Center, 2019).
En este caótico 2020, y ante la clara falta de liderazgo presidencial en ambos lados del Río Bravo, se vuelve muy positivo, e incluso necesario, recordar episodios así para extraer fuerzas e intentar cambiar el presente. La forma en que Johnson recogió las piezas de un tema roto y divisivo, para después pegarlas con velocidad, inteligencia y sentido moral, sigue siendo un ejemplo inspirador para presidentes y primeros ministros en todo el mundo.